miércoles, 30 de diciembre de 2009


Mirar a través de la burbuja:
cambiante, iridiscente y frágil.

Sentir la tenuidad de su envoltura:
el chantaje fácil, la protección incierta.

No es más frío ni más triste el otro lado.

Romper en mil gotitas su alma de jabón
y saltar al vacío sin esferas de engaño.


(Para mi amigo Ángel)

lunes, 28 de diciembre de 2009




Navidad, agridulce Navidad


Tal día como hoy, o ayer,… o en todo caso en el anteayer tan próximo y tan lejano de mi infancia, mi padre aparecía con una caja de madera atada al portamaletas de su bicicleta, su eterna compañera, repleta de barras de turrón. Era una ceremonia esperada por mi hermana y por mí con un entusiasmo repetido pero siempre nuevo.


Mi madre asistía a la liturgia de la apertura de la caja más pendiente de nuestra alegría que de la propia, porque ella, que era tan amante de los dulces se abstenía de comerlos - si acaso una puntita, para probarlos-, porque “tenía promesa” y así lo decía cuando alguien le ofrecía un pastel o una golosina negándose al ofrecimiento con una expresión orgullosamente beatífica y con voz de monjita buena.

Aquella promesa, la de no comer dulce de por vida, realizada a la Virgen, se remontaba al tiempo de la enfermedad que llevó a mi hermano a otra dimensión de la energía y que mi madre identificaba con el Cielo (pero no un Cielo normal, el de las personas perdonadas por la infinita bondad, misericordia, etc. de Dios, sino al Cielo de los Ángeles, de los Justos, de los Santos…porque aquella criatura de seis años era “un ser muy especial, era un angelico”).

Mi padre, como buen ateo, no tenía ese consuelo y transmutaba la resignación cristiana en rabia. Compartían sólo el dolor.

Pero aquel hecho dramático, luctuoso, del que mi madre nunca se repuso y mi padre sólo de a ratos, se revivía en mi casa de forma manifiesta a partir del día veintidós de diciembre, cuando se oía por la radio -la nuestra, las vecinas-, la cantinela de los niños de San Ildefonso, en su inacabable canto salmodiado de números y premios.


Así, mientras el resto de nuestro micromundo, vivía la esperanza del Gordo de la Lotería Nacional, mamá lloraba desconsoladamente y papá…papá trabajaba, supongo que golpeando con más fuerza el hierro en la fragua o quizás, él sí, con un poco de esperanza en que le tocara una pedrea, un pellizco de miles de pesetas que alegraran un poco la Navidad.

Mi hermana y yo, que ya teníamos vacaciones, nos debatíamos debajo de las sábanas y las mantas, entre la tristeza impuesta y la alegría circundante y permeable…pero esa es otra historia, que guardo por el momento.


El caso es que papá llegaba con su bicicleta en volandas, para no ensuciar el suelo, y ya en el comedor desataba la cuerda, quitaba la tapa y aparecían ordenadas, como lujosos ladrillos, las diez pastillas de turrón (tres de “duro”, tres de “blando”, dos de yema tostada y dos de nieve). Digamos que el duro (el de Alicante) y el blando (el de Jijona) eran de degustación comunitaria, pero el de nieve era el preferido de mi hermana y el de yema tostada me estaba reservado a mí casi en exclusividad. Si se presentaba algún invitado, estos dos últimos no aparecían sobre la mesa. Todos (y siempre) eran de la La Jijonenca, marca que él consideraba, dentro de la economía familiar, la de mayor calidad.

Nunca compró especialidades de chocolate, por una cuestión de principios: un turrón sin almendra no es turrón. Alguna vez ensayamos con el que tenía nueces o frutas confitadas pero no tuvieron éxito. Las pastillas las hacíamos durar todo el período festivo, no éramos excesivamente golosos y las raciones eran razonablemente satisfactorias.

Con la cascaruja éramos mucho más generosos: papá compraba, por sistema, en el Mercado Central grandes cantidades de almendras, avellanas, nueces, etc. y tras la comida recibíamos como polluelos los frutos secos ya partidos por mi padre, provisto al efecto de martillo pequeño para almendras (marcona) y nueces, y de un curioso artilugio de fabricación propia para las avellanas. Consistía aquel ingenio, en esencia, en un depósito metálico del tamaño adecuado donde se colocaba la avellana, con un resorte en su parte inferior para extraerla después de haber sido cascada por la palanca articulada que gracias al tope del que estaba provista se encargaba de romperla sin machacarla. Una maravilla técnica hecha con un criterio más funcional que estético.

Mi madre lo consideraba un trasto más que había que envolver y guardar: uno de los muchos que mi padre acumulaba en un apartado de una habitación del piso, que ella había ocultado de las miradas extrañas con una cortina y que mi padre, de forma natural, llamaba “el taller”.

En efecto, allí se alineaban todo tipo de herramientas ordenadas según su uso y colgadas de un tablero sobre la pared. Había martillos de varios tamaños, limas (planas, de media caña, triangulares, redondas), entenallas, granetes, compás, escuadra, mordazas, alicates, taladradora, montones de brocas… Una mesa gruesa de trabajo con un tornillo de banco y un pequeño yunque.

Debajo, tras otra cortinita, por supuesto, innumerables piezas, restos de no se sabe qué, esperaban su momento de convertirse en útiles. Allí mi padre era feliz y, además de las necesarias reparaciones y composturas de las cosas de la casa (un portalámparas, una estufa), completaba con paciencia de artesano franciscano los detalles de las miniaturas de
aperos de labranza, herramientas de diversos oficios (sobretodo de cerrajería artística), objetos decorativos y otros, inclasificables, que previamente había forjado en el otro taller, el de verdad, donde trabajaba con su socio y su sobrino, rescatado del arado de un pueblo de Albacete.


En esos días navideños, se abrían algunas treguas a la tristeza y mi padre daba rienda suelta a su natural vitalidad cantando villancicos, cuyas letras, adaptaciones paganizadas de las tradicionales, y consideradas irreverentes por mi madre eran de este tipo:
Ande, ande, ande
La Marimorena

Ande, ande que es la Nochebuena

En el portal de Belén

Hay un tío haciendo botas,

Se le escapó la cuchilla

Y se cortó las …

Se omitía el final: “las pelotas”, con un alargamiento de la “s” dando paso otra vez al ande ande ande, ande …para continuar con otro terceto de parecido contenido.

Como acompañamiento rítmico mi padre utilizaba un trozo de caña gruesa rajada en su tercio superior y con un vaciamiento central (la caja de resonancia) y que al ser golpeada lateralmente en su base con la palma ahuecada de la mano producía un sonido semejante al de las castañuelas.

Mi hermana y yo normalmente ni cantábamos ni tocábamos ningún instrumento, éramos unos desabridos a pesar de disponer de pandereta y zambomba. Lo dicho, unos esaboríos.

Como es natural mi madre tenía previstos los dulces requeridos por nuestros vecinillos que pasaban a pedir el aguinaldo.


La nochevieja no existía, esa noche era de luto riguroso.


Renacíamos la Noche de Reyes, con toda su parafernalia de dejar comida y agua a los camellos, entornar una ventana (no teníamos balcón) para que subieran los pajes, acostarse pronto… y por la mañana nuestros padres, más nerviosos que nosotros mismos, nos despertaban y la casa estaba llena de paquetes, unos a la vista, otros ocultos, que respondían con creces a la carta a los Magos que habíamos escrito con mucha antelación con la mejor letra (tras varios borradores, que ajustaban las peticiones).


La generosidad de mis padres, que no se regalaban nada entre ellos, era admirable. Me conmueve ahora, pensar en los esfuerzos que tuvieron que hacer para comprar todos aquellos regalos que, aunque modestos, estaban muy por encima de las posibilidades económicas reales de la familia.


Desde aquí y hacia la nada…mi recuerdo emocionado.

martes, 22 de diciembre de 2009



El discreto encanto de la burguesía

(Luis Buñuel, 1972)


Me atrevo a utilizar el verbo “visionar”, atribuyéndome con ello la función de crítico o de jurado, porque el verbo “ver” se me queda corto cuando trato de revisitar (otro palabro) una película que ya he visto y de la que deseo extraer su jugo.
Otra cosa es que después, a la hora de analizarla, me salga una chapuza o me quede con el culo al aire porque no haya entendido de la misa la media.
El caso es que ayer, visioné esta película de don Luis y recordé los tiempos de los cinefórums en los que ante un film como éste se escuchaban opiniones sensatas junto a otras del tipo “rizar el rizo”.


A Buñuel le concedieron el único Óscar de su carrera por este film y él contaba que fue “porque ya había pagado los 25.000 dólares exigidos y ya se sabe que los norteamericanos son muy serios”, frase que provocó un gran escándalo entre los mojigatos que no conocían el humor del director de Calanda.


Lo primero que se me ocurre para empezar el comentario es que la burguesía no tiene encanto y de ahí que Buñuel antepusiera el adjetivo “discreto” al título.
En efecto, los burgueses que nos retrata son unos señores y sus respectivas señoras que pasan el tiempo de ocio, el único que parecen conocer, invitándose a cenar sin que nunca lleguen a culminar la acción por causas de lo más peregrinas y absurdas.


Esa burguesía aburrida y frustrada, que no encuentra el camino (hay varios insertos del grupo caminando aceleradamente por carreteras que no llevan a ninguna parte) y que tampoco parece buscarlo, vive de la apariencia en la cotidianeidad y de los negocios sucios en lo monetario.
Pero la burguesía, como clase social, tiene en la película (y en la vida real) grandes aliados que, o bien ocultan sus desfalcos, o bien le dan el soporte espiritual (el clero institucional) y el poder militar.


Estos dos estamentos se incluyen en la cinta de forma que caen en la ridiculez (las maniobras de juguete del ejército) o directamente en la crueldad (el obispo que dispara al moribundo después, eso sí, de haberlo confesado).
Buñuel clava sus dardos en los personajes, pero lo hace de una forma colectiva, coral, sin detenerse en definir demasiado las individualidades aunque la talla de algunos actores haga destacar a unos sobre otros.


El clima dominante es el que caracteriza buena parte de la obra del director: el surrealismo, pero el surrealismo en su versión politizada, la que arremete contra el estatus y la moral burguesa. No faltan, sin embargo, los componentes estéticos e irracionales, las visiones oníricas y subconscientes.


Así, en uno de los sueños que aparecen en la película, Buñuel deja entrever su obsesión por la muerte, su miedo a la irrealidad dentro de la realidad.


En otra escena los comensales, dentro de otro sueño, están participando sin ellos saberlo en una representación teatral ante un público del que se quieren ocultar y con el que no tienen nada en común.



Resulta gracioso el aggiornamento del obispo, que ante las nuevas corrientes izquierdistas de la iglesia (los curas obreros, la teología de la liberación), decide pedir trabajo de jardinero, ejerciendo este papel con la indumentaria y sumisión correspondiente cuando está en casa de los señores, para volver a su cargo jerárquico y su vestimenta pertinente cuando sale de ese ámbito, disfraces que no lo libran de manifestar su profunda incultura fuera del recinto teológico.
La plasmación de la unidad de intereses entre iglesia y ejército nos la muestra una secuencia en la que uno de los burgueses coloca sobre la cabeza del obispo un supuesto sombrero de Napoleón, que le encaja perfectamente, lo que provoca las risas del grupo y la reacción suavemente airada de monseñor.


Como no podía ser de otro modo, entre la hipocresía y la amoralidad de la clase reflejada se nos muestra el adulterio quasi-consentido, la falsa comprensión (“yo, hasta sería socialista si creyeran en Dios”), el desprecio por la vida humana (“a los estudiantes, como a las molestas moscas, se les da dos paletazos y ya está”).
Hay un montón de situaciones cuya explicación no alcanzo a interpretar; quiero suponer que son caprichos, ocurrencias e improvisaciones del genio de Buñuel o del niño gamberro que llevaba dentro.

viernes, 18 de diciembre de 2009


Memorias de un colegio

El curso preparatorio para el examen de ingreso al bachiller elemental (examen que había de realizarse en el Instituto Luis Vives como ya se ha relatado en un escrito anterior) lo hice en una academia cuyo vistoso nombre era el de "Colegio del Niño Jesús".
Alguna idoneidad tenía la denominación si nos atenemos a la humildad y pobreza que caracterizaron, dicen, la natividad y primera infancia del hijo del carpintero, santo patrón.
Era la tal institución educativa una pyme familiar regida con mano férrea por quien ostentaba la titularidad del negocio, maestro por profesión y torturador por vocación como luego quedará demostrado.
El colegio estaba ubicado en un bajo de un edificio de viviendas, era un local largo y estrecho, más apto para garaje que para la actividad docente. Tenía un patio de luces convertido en recreo por necesidades espaciales y allí salíamos por turnos con nuestro bocadillo traído de casa acompañándolo, por mor de la necesaria deglución, del agua que salía desparramada por el grifo de la pileta. Al lavado de cara inevitable se unían otras sensaciones desagradables: el mal sabor y la pestilencia que brotaba del arbellón del patio. El paisaje, como es de suponer, era vertical y ensabanado.
El local propiamente dicho estaba dividido por una mampara, mitad madera, mitad cristal opaco (con una rotura a modo de mirilla o cámara de espionaje). La parte que daba a la calle era más estrecha y los educandos estaban a cargo del hijo del maestro, estudiante a la sazón; un chico tímido, con pintas y maneras de seminarista, siempre sobrecogido por la figura paterna.
Pero, eso sí un poco chivato porque era él el encargado de las labores de observación a través de la mirilla e información de las incidencias que se produjeran en algún descuido vigilante del padre. Ejercía pues, además de las labores de adoctrinamiento religioso y de la Formación del Espíritu Nacional, esta otra que podríamos llamar de Inteligencia.
Los pupitres eran multipersonales con unos tinteros incrustados en la madera de trecho en trecho y rellenos de un líquido aguajinoso de color violeta claro. No debía ser venenoso porque de vez en cuando apostábamos a ver quién era capaz de bebérselo y más de uno lo hizo sin consecuencias aparentes. No era tóxica aquella tinta pero tampoco servía para escribir: lo que de la plumilla salía, por mucho que apretaras, daba un resultado prácticamente ilegible.Aquellos pupitres que estaban en paralelo a la pared más larga y en número de cuatro o cinco filas - no cabían más- , tenían enfrente una gran pizarra, tanto más grande cuanto más te acercabas, llegando a inmensa y envolvente cuando eras requerido a salir a la palestra.
A la derecha de la pizarra, escorada, estaba la mesa del maestro, atiborrada de libros e iluminada por un flexo de aluminio. En los cajones, todo tipo de material escolar, que él ponía a la venta a sus pupilos, así como chocolatinas nestlé para rematar el almuerzo. Se trataba de facilitar el abastecimiento, pero nunca, nadie, hizo estudios comparativos de precios.
También tenía guardadas unas cartillas de ahorro en las que ingresaba de su propio peculio una peseta al alumno que cada mes quedara primero en el ranking de las virtudes de estudio y disciplina que regían la vida del centro. La cartilla hay que reconocer que era más grande y vistosa que las actuales y estaba adornada en su tapa por un multicolor escudo de la España unida, con su águila negra, ojo avizor de los valores eternos.
Hasta aquí, todo bien en apariencia, pero cuando aquella figura tenuemente iluminada alzaba su figura y abandonaba sillón y mesa, sus proporciones de autoridad aumentaban al mismo tiempo que disminuía su talla. Y es que, en efecto este hombre era menudo, (enjuto y seco diría Machado, don Antonio, en su poema “Recuerdo infantil”), frágil y viejo dentro de su traje oscuro color ratón de campo con el que siempre lo recuerdo. Supongo que tendría otro para los domingos, fiestas de guardar y eventos matrimoniales, bautismales o funerarios.
Pero la fragilidad era sólo física porque su carácter era atrabiliario, es decir colérico, destemplado y violento. Lo dejaban traslucir sus ojos pequeños, hundidos en las cuencas pero de una mirada taladradora, paralizante como la de una serpiente.
Su método de enseñanza era el basado en el aforismo “la letra con sangre entra” y a ello se dedicaba en cuerpo y alma. Sus alumnos tenían que aprobar todos cuando se presentaran por libre en el instituto. El método: el premio (la famosa peseta de la cartilla) y el castigo. O sea lo que después se llamaría refuerzo positivo y negativo pero a lo bestia (el negativo).
Sus armas: sus propias manos (manos finas que mandan matar, cantó Raimon) en forma de coscorrón, bofetada, retorcimiento y estiramiento de orejas en los caso más leves y el uso de la prolongación de su mano, la palmeta de madera, en los casos en que se necesitaba una corrección pública, ejemplar y ejemplarizante.La división entre faltas leves y graves era para nosotros algo misterioso, no había nada escrito, todo estaba en el nivel de sus humores, que como queda dicho se inclinaban a favor de la bilis negra.
Así pues, uno podía estar en la pizarra, equivocarse en una operación de-las-que-no-admiten-equivocación (una suma, una multiplicación) y ello constituir motivo suficiente para una tanda de palmetazos.
Cuando ocurría, y ocurría con harta frecuencia, el interfecto, en posición de firmes y con el brazo alzado horizontalmente con la palma de la mano izquierda hacia arriba,debía soportar con estoicismo los golpes. Los demás, espectadores obligados del castigo casi llegábamos a sentir como propios los trallazos amplificados por el silencio y dudábamos a la hora de cuantificar proporciones entre decidirnos por la rabia, la impotencia, el odio o el miedo.
Pero el maestro, experto como era, no hacía durar mucho la tortura; era conocedor de que una mano hinchada perdía sensibilidad al dolor y además, podía generar demasiado rechazo en el público.
Cuando mi madre se enteró de estas cosas, se fue a verlo y ni corta ni perezosa lo amenazó con decírselo a mi padre y asegurarle que como buen forjador/cerrajero era hábil y contundente en el manejo de martillos de grandes proporciones...“así que usted verá, pero a mi hijo no me lo toque”. Mano de santo, fui borrado definitivamente de ser ejemplo de nadie. Mi padre nunca se enteró de aquella charla “amistosa”.
Para más inri, otro alumno y yo, que vivíamos lejos, comíamos con el maestro y su familia; la madre/esposa era una señora corpulenta y posiblemente amable si se lo hubieran permitido… en todo caso cocinaba bien. Durante la comida no se hablaba, el maestro se dedicaba a encajarse la dentadura postiza tras cada bocado haciendo un ruido enervante que por fortuna atenuaba la música de fondo. Era siempre el mismo disco repetido una y otra vez, todos los días.
Se trataba de la zarzuela “La revoltosa” y aunque me sabía de memoria el dúo de Mari Pepa y Felipe y estaba harto del:
“¡Ay Felipe de mi alma!
¡Mari Pepa de mi vida!
¡Si tan sólo en ti pensaba noche y día!
Bueno, pues a pesar de todo, por un milagro (y como tal, inexplicable) aún puedo oírla sin que me entre un ataque de pánico.Aquel piso, al que se accedía desde el mismo colegio por una puerta que evitaba salir a la calle, era asfixiante, montones de muebles apiñados sin gusto, unos cuadros sombríos y una lámpara de comedor con menos de la mitad de las bombillas en uso; las ventanas con cortinas gruesas y polvorientas que no dejaban pasar la luz… sórdida, en una palabra.
El peor momento de aquellos “ágapes” en familia fue cuando se descubrió que no es que me sentaran mal las naranjas sino que no sabía pelarlas con cuchillo y tenedor: la cólera se hizo y encarnó en el maestro que me obligó a repetir la operación hasta que consideró que el resultado era aceptable. Ya todos habían terminado su postre y me miraban… yo quería desaparecer, me moría de vergüenza.
En los tres años que permanecí en ese infierno de dos alturas, sólo dos acontecimientos me reconfortan la memoria:
El primero fue que un comando revolucionario, requisó la palmeta y también en espectáculo público y coreado, la situó en la vía del tren y dejó que las ruedas hicieran su papel guillotinador. “Alegría inmensa de los cronopios”.
Pero poco dura la felicidad en la casa del pobre: el maestro, que no pudo descubrir a los culpables (aquello era una fuenteovejuna escolar), optó por comprar otra, ésta de plástico, material más flexible y doloroso que la madera rígida. Los que la probaron decían que la palmeta “singlaba”.
El segundo fue una acción individual protagonizada por mi compañero de comidas. Una mañana faltó injustificadamente, el maestro fue hacia él con intención de pegarle pero este muchacho, ya con sus catorce años y el doble de corpulento, le pidió primero, le exigió después, que no lo hiciera pero ante el avance amenazador lo sujetó por las muñecas y le hizo retroceder reculando hasta sentarlo sin violencia pero con firmeza. Nadie aplaudió pero nuestro particular Espartaco quedó en la memoria colectiva como el héroe que nos había demostrado la fragilidad última de los dictadores y la posibilidad de derrocarlos… aunque sea temporalmente.
Por supuesto que Ricardo, de Catarroja, fue expulsado, pero el intocable don Francisco moderó sus formas que no su fondo. Algo es algo.

viernes, 11 de diciembre de 2009








Para Hosco, Platja y un trocito de mar iluminado por la luna.






Ocurrencias tras ver la película “R.A.F.”
(Crítica aplazada)


Los hijos de papá (fuera éste real o atribuido) tenían allá por los magnificados años sesenta dos opciones “revolucionarias”, a saber: o se hacían hippies o se integraban en uno de los corpúsculos de extrema izquierda.

El objetivo era el mismo, o sea: acabar con el opresor sistema ya fuera por la vía floral, ya por el disfraz guerrillero.

Unos y otros, acabaron, salvo excepciones, en el gabinete profesional del mentado papá, en un cargo público, o de diputado en las Cortes una vez realizada la necesaria metamorfosis ideológica que al fin y a la postre no fue tan traumática como parecía en principio.

Otros, generalmente de familias “con menos posibles”, se tomaron la cosa en serio, no entraron en juegos florales ni viajes intergalácticos elesedianos, tampoco se disfrazaron de nada (si acaso llevaban la socorrida trenca, el jersey de cuello alto, las chirucas y el pelo un poco largo) que estudiando, trabajando o ambas cosas intentaron poner su granito de arena para que la situación cambiara: aquello de luchar por la libertad, la justicia, los derechos humanos, el reparto de la riqueza, la no explotación del hombre por el hombre…y de dictaduras ¡ni la del proletariado!

¿Qué fue de aquellas personicas que con tanta ilusión y tanto miedo, se-creyeron-de-verdad que estaban contribuyendo a un mundo mejor mientras el Club Bilderberg y otros, diseñaban las vidas y destinos de los pueblos?

Lo resumía un buen amigo: rodeados, perdidos y derrotados.

Estos derrotados, probablemente hijos de derrotados, buscan humildemente su rinconcito en medio de la selva, con su filosofía simple (que no simplista) de no molestar pero no ser molestados, de ser honrados en su trabajo y en su vida, de cuidar a los suyos y no maltratar a nadie, de rodearse de amigos que no los traicionen y gozar de los rayitos de sol cuando surgen esporádicamente entre los cúmulos grises de tormenta y dejan pasar una sonrisa, un apretón de manos, una canción, una caricia…o una sabrosa cena, con debate incluido, la noche de los viernes.

jueves, 3 de diciembre de 2009



El Instituto "Luis Vives"

Mi primera visita a este antiguo Colegio de San Pablo, formador de novicios jesuitas y seminario de nobles, fue para examinarme de ingreso.

Cuando entonces, los años cincuenta del siglo pasado, para iniciar el bachillerato era preceptivo pasar una prueba que constaba de una parte escrita (preguntas de lo que se llamaba cultura general y algunos problemas de cálculo numérico que se limitaban a saber aplicar las denominadas cuatro reglas) y otra oral en la que un tribunal formado por tres o cuatro señores circunspectos, con un aire entre solemne y aburrido, sentados en rancios butacones ante una vetusta mesa , te sometían a un pequeño interrogatorio, que incluía indefectiblemente alguna pregunta sobre los Reyes Católicos o alguna gesta de la España Imperial.

Los pequeños aspirantes mirábamos desde nuestra visión en contrapicado a aquellos inquisidores tratando de no balbucear y aguantando las ganas de beber, de orinar o de llorar si te quedabas en blanco.
Los niños (yo acababa de cumplir o aún no tenía 10 años) íbamos vestidos con nuestras mejores galas: era imprescindible llevar chaqueta y corbata, el pelo bien cortado y peinado (la frente despejada, el flequillo con fijador formando una especie de ola capilar que en aquellos tiempos se conocía como "Arriba España").

Los padres nos acompañaban hasta la puerta dándonos ánimos, comprobando que llevábamos los útiles de escritura y dando un toque a los zapatos lustrados con el pañuelo mojado en saliva.
Ahí permanecían esperando noticias y charlando con los otros padres sobre las virtudes de sus vástagos o sus dudas, no sé, yo no estaba.
Y tras los nervios, otros nervios: los de los ya examinados que referían con profusión de detalles y de forma atropellada las preguntas y las respuestas y, junto a ellas, la impresión general de aprobado o suspenso aunque esa ya venía mas o menos prefigurada en la expresión de exaltación o abatimiento de los que ya habían pasado por el martirio.

El día que yo me examiné mi madre no tenía previsto incluir en mi atuendo la corbata, prenda por otra parte inexistente en mi vestuario, a excepción de la blanca del traje de primera comunión, inadecuada a todas luces para el evento. No fui el único que se presentaba sin tan práctica pieza, así que mi padre, hombre de recursos, improvisó una reunión de despistados y tras la colecta compró una que sirviera para todos en una tienda cercana : una corbata de color discreto con el nudo ya hecho y con una goma ajustable al cuello de la camisa que fuimos usando y pasando al siguiente conforme la situación lo requería ; el último en usarla, el de la letra inicial del apellido mas avanzada en el abecedario se la quedaría.
Lo que no olvidó mi madre, ni en esta ocasión ni en posteriores, fue coser por dentro del forro de la chaqueta, de forma llamémosle clandestina, una estampa de la Virgen del Carmen que de buen seguro me ayudaría con su milagrosa presencia en tan vital trance para mi futuro.

El Instituto me pareció imponente, con su claustro, sus zocalos de azulejos multicolores, sus anchas escaleras con barandillas de madera desgastadas pero nobles… ¡Y el aula! … el aula era inmensa, con bancadas como gradas de un circo romano donde esperábamos como pequeños gladiadores a ser nombrados para saltar a la arena y demostrar nuestros conocimientos tanta veces repasados por nuestros preparadores (los maestros de colegios o academias) que medían su prestigio por el número de alumnos aprobados de la tanda que presentaban: éramos los elegidos, los que ellos pensaban que estabamos preparados… otros, los retrasados, debían esperar un año más. El prestigio de sus centros de enseñanza estaba en juego, y con el prestigio el poder de captación de nuevos educandos.

Yo salí con cara de triunfador y tras ceder mi corbata al siguiente, recibí como premio inmediato un grandioso corte de helado de nata y chocolate.
Me esperaba el comienzo del bachiller elemental, su reválida correspondiente, el bachiller superior, su otra reválida… Y después… después ya veríamos, dependería de mí y de si las condiciones económicas permitirían seguir estudiando, o habría que ponerse a trabajar, o a trabajar y estudiar al mismo tiempo, o…
Pero eso eran cosas de un futuro muy lejano, ahora con el helado chorreando había que volver a casa, recibir el abrazo de mi madre "que estaba segura que aprobaría", esperar la condición de apto y disfrutar de un largo verano.

viernes, 27 de noviembre de 2009


La paloma, Alberti, Serrat y yo

Me hacía memoria hace un tiempo mi hijo mayor, pero también lo recordaban los otros dos al ser consultados posteriormente, que cuando yo canturreaba la paloma en una burda imitación de Serrat, alzaban las orejas en señal de alarma: algo le pasaba al padre, algo andaba mal, algún nubarrón de tormenta, alguna oscura tristeza o enfado o algo indefinible… pero en todo caso nada bueno se cernía sobre el horizonte.

Papá cantando ese poema convertido en canción susurrada, masticada y enfatizada en ese se equivocaba sólo podía indicar que sus deseos, ilusiones, esperanzas o sueños no estaban allí, en aquel lugar y situación, que su corazón no estaba en esa casa y que el estado de confusión orientativa, temporal y vital iba tomando cuerpo…

Yo creo que no era consciente de la relación tan unívoca o biunívoca, no sé, fuera tan clara pero deben tener razón porque aún hoy, que he tenido un día gris oscuro, me he sorprendido cantando “se equivocó la paloma, se equivocaba”.

Algo de eso le debió pasar a Serrat cuando añadió ese se equivocaba detrás de cada dos versos, que como se puede comprobar más abajo no figuran en el poema original.

LA PALOMA

Se equivocó la paloma,
se equivocaba.
Por ir al norte fue al sur,
creyó que el trigo era el agua.
Creyó que el mar era el cielo
que la noche la mañana.
Que las estrellas rocío,
que la calor la nevada.
Que tu falda era tu blusa,
que tu corazón su casa.
(Ella se durmió en la orilla,
tú en la cumbre de una rama.)


No es mío el poema, evidentemente, pero hoy y aquí lo siento como propio:

Retornos del otoño

Nos dicen: Sed alegres.
Que no escuchen los hombres rodar en vuestros cantos
ni el más leve ruido de una lágrima.
Está bien. Yo quisiera, diariamente lo quiero,
mas hay horas, hay días, hasta meses y años
en que se carga el alma de una justa tristeza
y por tantos motivos que luchan silenciosos
rompe a llorar, abiertas las llaves de los ríos.
Miro el otoño, escucho sus aguas melancólicas
de dobladas umbrías que pronto van a irse.
Me miro a mí, me escucho esta mañana
y perdido ese miedo
que me atenaza a veces hasta dejarme mudo,
me repito: Confiesa
grita valientemente que quisieras morirte.
Di también: Tienes frío.
Di también: Estás solo, aunque otros te acompañen.
¿Qué sería de ti si al cabo no volvieras?
Tus amigos, tu niña, tu mujer, todos esos
que parecen quererte de verdad, ¿qué dirían?
Sonreíd. Sed alegres. Cantad la vida nueva.
Pero yo sin vivirla, ¡cuántas veces la canto!
¡Cuántas veces animo ciegamente a los tristes,
diciéndoles: Sed fuertes, porque vuestra es el alba!
Perdonadme que hoy sienta pena y la diga.
No me culpéis. Ha sido
la vuelta del otoño.

Rafael Alberti

viernes, 20 de noviembre de 2009


Argentina , mon amour (2)

Esto que empiezo a escribir es en realidad una continuación no prevista de la entrada anterior en la que me metía cariñosamente con una parte de los argentinos.

Viene al caso porque ayer vi una película española, “Pagafantas” en la que la causa de todas las frustraciones, pequeñas desgracias, equívocos y demás situaciones suavemente trágicas e incluso las situaciones cómicas en las que se ve envuelto el protagonista, vienen de la mano de una preciosa argentinita provocadora, enredante, generadora de ambigüedades, pero, como no, encandiladora y pelín tramposilla.

Vuelve pues el cine a mostrarme/demostrarme esa idiosincrasia especial, esa argentinidad capaz de estrujar el jugo de la vida y, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, estrujar la savia del inocente y enamoradizo varoncito español (vasco, perdón) que se cruza con intenciones erótico-amorosas y recibe a cambio abrazos fraternales, una boda que le facilite a ella la nacionalidad (esta vez sí, española) y un inesperado viaje.

La mocita, además se cachondea, de buen rollo, de nuestra forma de hablar: tan solemne, tan rotunda, tan golpeadita, tan salpicada de tacos con mucha “ñ” y mucha “j”.

El cartel publicitario lo dice todo: la jovencita se le/nos sube a la chepa… tan sonriente, tan natural.

Y ya que estamos... la película es una fresca comedia con diálogos ágiles, situaciones juveniles (ay, diría Umbral) que te hacen sonreír junto a reflexiones de adultos sobre la química del enamoramiento y los signos diferenciadores de lo que únicamente puede ser sólo amistad; apuntes que no por conocidos dejan de tener su aquél, su recuerdo, su cosa.

Para pasar, en fin, una buena tarde de domingo, justo antes de que recuerdes que el día siguiente es lunes.




miércoles, 18 de noviembre de 2009

Señora Beba (Cama adentro)

Cuando voy a ver una película argentina estoy predispuesto a que me guste, casi tengo la plena seguridad de que al menos los actores van a hacer su papel a la perfección, no sólo los protagonistas sino todo el reparto, niños incluidos.
Y es que estoy convencido de que los argentinos nacen ya actores , tienen una facilidad natural , un gen actoral.

Esto, que para el cine es una innegable cualidad puede resultar peligroso - lo digo por experiencia propia – en la vida real; la musicalidad en la forma de hablar el español , su expresividad, sus manifestaciones de cariño (reales o ficticias), hacen que se teja una especie de enredadera en torno tuyo (la célebre madreselva del tango) de la que es difícil sustraerse. Sé que toda generalización conduce a la creación de tópicos, exageraciones y falseamientos pero conozco a muchas personas que ponen el freno de mano cuando de cuestiones económicas tratan con argentinos, sobre todo cuando afirman ser bonaerenses, y, por lo visto, casi todos dicen serlo.
Reconozco, no obstante, mi propensión a dejarme encandilar, embobar casi, por la seductora argentinidad y no olvido que mi escritor de cabecera es Cortázar, aunque creo que él también tenía en esta materia el "corazón partío", conviviendo a duras penas con "el lado de acá y el lado de allá".

Pero volviendo a la película que vi ayer, tengo que decir que, como era previsible, me gustó.


Es verdad que el telón de fondo no es nuevo: la situación económica inestable, la sufrida clase media, las deudas, la plata como palabra repetida hasta la saciedad, Buenos Aires como capital europea, la forma de vivir siempre por encima de las posibilidades reales, las trampas, los engaños, etc.

Pero, junto a eso, la vida cotidiana, la humana humanidad late de una forma creíble, natural.
Los personajes están tan bien trazados que aunque no haya un gran argumento ni sorpresas narrativas, te identificas con esa relación contradictoria, aristada y tierna al mismo tiempo, entre una madura burguesita (inútil, clasista, alcohólica, verborreica) y su mucama de toda la vida (trabajadora, ahorradora, lacónica): dos mujeres unidas en el fondo por la soledad y el desamor que las hace interdependientes y que, pese a las diferencias abismales que las separan, no pueden concebir la existencia separadas.

Me quedo corto, lo sé. Falta el análisis sociopolítico: la dominación de una clase social sobre la otra, la explotación del proletariado y hasta su miajita de síndrome de Estocolmo, pero como dijo Sabina en una ocasión " Ya sé que no tengo razón y que lo de los toros es una barbaridad… pero es que me gustan muncho (sic)".

Pues eso, las películas argentinas me gustan muncho (otro sic).

viernes, 6 de noviembre de 2009


Claudio Arrau: Un sonido de bronce

Mis pocos pero buenos amigos que leen estas cosillas que escribo, me han recriminado en más de una ocasión que ponga como “chupa de dómine” a algunas de las personas que, paradójicamente han sido, o son todavía, parte importante de nuestra memoria sentimental y a las cuales admiran y saben que yo también. Me aconsejan cariñosamente que me dedique a criticar primero al montonazo de seres execrables que pululan por el mundo y que cuando se me acabe la lista, entonces sí me autorizan a ponerle peguillas a “los nuestros”.

No les falta razón, pero parece que tengo tendencia a no perdonar lo que considero fallos, incoherencias o debilidades de mis referentes humanos que a los que ya a priori me parecen seres descartables, y que en consecuencia no son merecedores de emplear/perder el tiempo en análisis por muy burdos que estos sean.

De todas formas y en mi descargo diré que considero habitual y fácilmente observable que el personal es más duro con la gente que quiere que con la que le es indiferente.

Hasta aquí el rollo introductorio y creo que poco convincente.

Lo que quiero decir es que hoy, siguiendo sus consejos, voy a manifestar mi admiración sin fisuras, incondicional y lindante con la veneración, por el pianista chileno Claudio Arrau.

Sobre su biografía, su precocidad, su talento, sus premios, etc. remito al “desocupado lector” al buscador de buscadores de internet, el dios google.

Yo, que no sé música (ni leerla ni interpretarla), que soy solo oyente (eso sí oyente enamorado), me emociono escuchando a don Claudio como no me sucede con ningún otro interprete del piano.

Y creo que ese arrobamiento que me provoca, lágrimas incluidas en alguna pieza en concreto, no viene de su reconocida técnica ni de su también reconocido virtuosismo (empleado, según dicen, solo cuando es totalmente requerido por la obra) sino por que tengo la sensación de que cuando toca las teclas, ya sea con fuerza, ya sea como acariciándolas, está imbuido por el mismo sentimiento que inspiró al compositor. Es decir, pienso que Arrau ha estudiado a fondo el estado anímico y el significado que subyace bajo lo que aparentemente son solo garabatos (perdón) en una partitura que luego se transformarán en vibraciones del aire, que a su vez…; bueno, pues esa transmisión/transmutación la hace sin traducción simultánea, sin intermediarios, y yo me creo capaz de “sentirla” como si fuera la versión original y virginal: solo para mis oídos y mis sentimientos.

Por decirlo de otro modo, pienso que Arrau funde todas las almas: la suya, la del piano, la de la música y la del genio que la creó; y cuando lo ves interpretar percibes en su mirada que no está allí, en la sala de conciertos, sino en un nivel más alto, superior, inalcanzable, etéreo, comulgante con el arte más abstracto y universal de todas las artes.

Recomiendo toda su discografía, pero si se tiene la oportunidad de ver/escuchar el recital que ofreció con motivo de su ochenta cumpleaños se podrá entender todo lo que con tan escasa fortuna y un tanto de ñoñería he querido expresar. Sus ojos de anciano, azulados por la edad, sus dedos que no responden al canon de lo que entendemos por “manos de pianista” y sus torpes movimientos antes de ocupar la banqueta o al incorporarse para saludar… todo eso se transfigura en espíritu ya sin forma corpórea, sin achaques, que te traslada a un paraíso que debió tener esa música de fondo.

Si otra vida existiera, Beethoven, Bach, Liszt, Schubert, Chopin… seguro que se rompieron las manos aplaudiendo.

viernes, 30 de octubre de 2009


Frustraciones papales

No recuerdo ni el nombre ni la numeración que identifican al Santo Pontífice (también llamado Santo Padre o Papa a secas) al que quiero referirme, pero sí recuerdo claramente la cariñosa admonición que les hacía a los fieles católicos particulares, es decir, a aquellos que no tienen dedicación exclusiva al culto y a la adoración divina.
Digo, que el chorreo paternal era por que no encontraba novelas, películas u otras formas de expresión, más allá de los misales o “caminos”, que ensalzaran la vida y milagros de Jesucristo o de sus celestiales progenitores dentro de las prietas filas del catolicismo.

Por el contrario había un buen puñado de cineastas y escritores ateos, agnósticos, comunistas y hasta anarquistas que habían dedicado su talento artístico, su esfuerzo imaginativo y hasta su dinero a tratar el tema religioso desde posturas que para nada propiciaban la fe, la piedad y la oración.
Este Papa, que no era nada tonto, no podía dejar de admirar a Pasolini, a Buñuel, a Saramago y a otros tantos genios, alguno de los cuales hasta se atrevía a figuras retóricas (del tipo paradoja) en las que proclamaba que “era ateo, gracias a dios”.

Viene esto al hilo de que hace unos mese leí un libro de Andrés Aberasturi titulado “Dios y yo” en el que relataba sus relaciones con el Altísimo desde su más tierna infancia y los problemas que le habían creado en la España de su tiempo, que es el mío, el planteamiento de elementales dudas al tutor ensotanado de turno; todo ello contado sin reproches, con humor y hasta con cierta nostalgia.

La conclusión a la que llegaba y que adelantaba ya en los primeros párrafos es que su relación con dios era ninguna. Tan “ninguna” como en el diccionario “Plena vortaro” de esperanto en donde uno busca dios (palabra) y no lo encuentra y eso que en el Libro de los Libros se dice “que en el principio fue el verbo”, pues ni así: ni por verbo, ni por nombre, ni por nada. Estos rojillos de la “Sennacio asociacio” (traducible por asociación anacional) no le dan entrada, bien sea por que no le conceden entidad o porque no saben cómo definirlo, pero el caso es que no saben/no contestan.

Más grave aún es el caso de Pasolini que en su “Evangelio según San Mateo” nos elige a un actor feo, cejijunto y meón para hacer su película en blanco y negro llena de herejías, dibujándonos a un Salvador demasiado cercano, demasiado humano. Para matarlo, oiga.
El caso de Buñuel es de juzgado de guardia por que casi no hay película suya en la que no se mofe de ceremonias sagradas, santas cenas, ridículos ascetas, etc. Claro que el cura de Calanda, su pueblo, decía que cuando acudía allí a lo de aporrear el tambor, mantenía con él largas y amigables charlas sobre teología, en fin, cosas que pasan.

Saramago, don José, va ya por su segundo libro sobre la cuestión: su novela “Caín” es posible que no sea su mejor obra, o incluso que sea una obra menor, pero el cachondeo que se trae con el Antiguo Testamento no lo es.
Para empezar emplea las minúsculas para nombrar a todo personaje bíblico, pero como desconozco lar normas ortográficas del portugués pues allá se apañe su santa traductora con la Academia.
“El Evangelio según Jesucristo” es tan osado como lo fue la “Autobiografía del general Franco” de nuestro añorado Vázquez Montalbán. (Estos dos, que superan las 250 páginas entran dentro del capítulo de excepciones de un post anterior).

Y para acabar añado una modesta película cubana que vi hace unos días y que, con el título de “La Santa Cena”, describía el comportamiento piadoso del cacique colonial que invitaba a su mesa en Jueves Santo a una docena de esclavos, negros por supuesto, para hacerles unas no menos piadosas reflexiones sobre la humildad y el aceptamiento del castigo por parte del capataz de la plantación, ya que “ellos”, creados por Dios con mayor habilidad y menor capacidad de sufrimiento que los blancos para cortar caña, debían estar agradecidos de tener la oportunidad de alcanzar el Cielo con mayores probabilidades.
Por supuesto que la no completa comprensión del mensaje del amo en su papel de Cristo acaba en masacre. Con los esclavos no se puede ser magnánimo, al fin y al cabo hasta se vuelven más cantarines cuanto mayores son sus penalidades.

En fin, que este Papa, como el otro, deberá seguir esperando…

viernes, 23 de octubre de 2009


"Si la cosa funciona" o "La vejes e´ mu mala"

Me lo advertí a mí mismo: “Le tengo miedo a la última película de Woody Allen”. Premonitorio.

La vejez no es sinónimo de sabiduría en la mayoría de los casos y mi otrora admirado Woody no es una excepción.
Su película “Si la cosa funciona” es PATÉTICA, que según la definición de quien se encarga de limpiar, pulir y dar esplendor a nuestra lengua significa: “Que es capaz de mover y agitar el ánimo infundiéndole afectos vehementes, y con particularidad dolor, tristeza o melancolía”.

Pues eso: dolor, tristeza y melancolía ante este vejete verde que vuelve a su Nueva York una vez superado el trauma de haberse quedado sin sus Torres Gemelas pero mostrándonos como símbolo inmortal la Estatua de la Libertad, diseñada y regalada por el “amigo francés” para iluminar al mundo.

Como si esta fuera su última película, Allen se sube al púlpito en los cinco primeros minutos de la proyección y nos hace un resumen de todas sus profundas y concluyentes reflexiones sobre la “especie fallida” pero sin la frescura y el gracejo de cuando nos las iba ofreciendo poco a poco en el montón de buenas obras que nos ha legado.

Así, el actor seleccionado para construir su alter ego, más alto y agraciado que él, pero del pueblo elegido, por supuesto, nos recita ya desde el primer momento una perorata que pretende dejar a Cioran como un optimista ingenuo: resulta que las ideologías y las religiones son constructos bientencionados pero fallan por la estultez humana… para ese viaje de cosmogonía mental no necesitábamos alforjas.

Y eso lo dice dirigiéndose a los espectadores del otro lado de la pantalla “que han pagado su entrada (no es mi caso, que pertenezco al sector mulero/somalí) y que comen palomitas o ponen cara de estúpidos neandertales”.

La homilía, juro, no tiene desperdicio: hace moralina de la amoralidad, fanatismo del nihilismo y superficialismo del horror… y todo ello pretendiendo ser gracioso.

No me extraña que poniéndose en este plan no se coma un rosco en yanquilandia, fuera de su corralito neoyorquino… porque, además, y para redondear, nos saca a un matrimonio de catetos de la América profunda que a los cuatro días de vivir en la Gran Manzana se liberan de sus represiones y él descubre que es homosexual de toda la vida y ella que tenía una vocación oculta de fan del ménage à trois, al margen de ser descubierta como una gran artista de la fotografía y el diseño.

¡Ah!, y hablando de homosexualidad… también nos brinda la oportunidad de que reflexionemos sobre si Dios era gay. Menos mal que dice “dios, así en genérico, y no se atreve a decir “Alá” por si las moscas, que los mahometanos no entienden el humor alleniano

Pero en la película hay muchas lindezas más tales como que en su América hay más racismo hacia los judíos que hacia los negros (éstos tienen el pene grande, aquellos pequeño).

Claro que como no podía ser de otro modo analizando su trayectoria final, nos adorna la película con una encantadora jovenzuela inculta pero dispuesta a tomar lecciones del maestro y hasta a casarse con él (y su viagra, que ella incomprensiblemente también toma). A estas alturas la Johansson ya le debe parecer una señora mayor y, como a otros genios del cine (Chaplin, por poner un ejemplo) le gusta rozar los límites de la pederastia.

Al final todo vuelve a los cauces de la progresía pequeñoburguesa que tan bien conoce y nos recomienda lo del carpe diem, o sea, a disfrutar cerrando los ojos a la miseria que la vida son dos días y uno nublado.

Estas son mis opiniones pero parafraseando a Groucho Marx: “ Si no le gustan tengo otras”

Podría decir, como alternativa más acorde con el conformismo crítico social/cinéfilo que:

Al fin Woody Allen, después de su irregular etapa europea, vuelve a sus orígenes con todo el ingenio y la mordacidad que echábamos a faltar y nos ofrece un film fresco, y en el que a pesar de no dejar títere con cabeza y de expresar sus reflexiones pesimistas en cuanto al género humano y su vanidad, opta por el optimismo y nos invita a imitarle y vivir y crear hasta el último suspiro; todo ello sazonado con una ambientación perfecta, como es habitual, unos actores que cumplen a la perfección y una música que hasta incluye el inicio de la sinfonía de las sinfonías… ese fragmento del que el dios Beethoven dijo "¡ Voy a agarrar al Destino por el cuello"!

Así que ya sabes, como les sucede a nuestros personajes en la película, cuando el destino llame a tu puerta olvídate de las represiones, los prejuicios y las malas conciencias y goza de la vida. Amén.