viernes, 18 de diciembre de 2009


Memorias de un colegio

El curso preparatorio para el examen de ingreso al bachiller elemental (examen que había de realizarse en el Instituto Luis Vives como ya se ha relatado en un escrito anterior) lo hice en una academia cuyo vistoso nombre era el de "Colegio del Niño Jesús".
Alguna idoneidad tenía la denominación si nos atenemos a la humildad y pobreza que caracterizaron, dicen, la natividad y primera infancia del hijo del carpintero, santo patrón.
Era la tal institución educativa una pyme familiar regida con mano férrea por quien ostentaba la titularidad del negocio, maestro por profesión y torturador por vocación como luego quedará demostrado.
El colegio estaba ubicado en un bajo de un edificio de viviendas, era un local largo y estrecho, más apto para garaje que para la actividad docente. Tenía un patio de luces convertido en recreo por necesidades espaciales y allí salíamos por turnos con nuestro bocadillo traído de casa acompañándolo, por mor de la necesaria deglución, del agua que salía desparramada por el grifo de la pileta. Al lavado de cara inevitable se unían otras sensaciones desagradables: el mal sabor y la pestilencia que brotaba del arbellón del patio. El paisaje, como es de suponer, era vertical y ensabanado.
El local propiamente dicho estaba dividido por una mampara, mitad madera, mitad cristal opaco (con una rotura a modo de mirilla o cámara de espionaje). La parte que daba a la calle era más estrecha y los educandos estaban a cargo del hijo del maestro, estudiante a la sazón; un chico tímido, con pintas y maneras de seminarista, siempre sobrecogido por la figura paterna.
Pero, eso sí un poco chivato porque era él el encargado de las labores de observación a través de la mirilla e información de las incidencias que se produjeran en algún descuido vigilante del padre. Ejercía pues, además de las labores de adoctrinamiento religioso y de la Formación del Espíritu Nacional, esta otra que podríamos llamar de Inteligencia.
Los pupitres eran multipersonales con unos tinteros incrustados en la madera de trecho en trecho y rellenos de un líquido aguajinoso de color violeta claro. No debía ser venenoso porque de vez en cuando apostábamos a ver quién era capaz de bebérselo y más de uno lo hizo sin consecuencias aparentes. No era tóxica aquella tinta pero tampoco servía para escribir: lo que de la plumilla salía, por mucho que apretaras, daba un resultado prácticamente ilegible.Aquellos pupitres que estaban en paralelo a la pared más larga y en número de cuatro o cinco filas - no cabían más- , tenían enfrente una gran pizarra, tanto más grande cuanto más te acercabas, llegando a inmensa y envolvente cuando eras requerido a salir a la palestra.
A la derecha de la pizarra, escorada, estaba la mesa del maestro, atiborrada de libros e iluminada por un flexo de aluminio. En los cajones, todo tipo de material escolar, que él ponía a la venta a sus pupilos, así como chocolatinas nestlé para rematar el almuerzo. Se trataba de facilitar el abastecimiento, pero nunca, nadie, hizo estudios comparativos de precios.
También tenía guardadas unas cartillas de ahorro en las que ingresaba de su propio peculio una peseta al alumno que cada mes quedara primero en el ranking de las virtudes de estudio y disciplina que regían la vida del centro. La cartilla hay que reconocer que era más grande y vistosa que las actuales y estaba adornada en su tapa por un multicolor escudo de la España unida, con su águila negra, ojo avizor de los valores eternos.
Hasta aquí, todo bien en apariencia, pero cuando aquella figura tenuemente iluminada alzaba su figura y abandonaba sillón y mesa, sus proporciones de autoridad aumentaban al mismo tiempo que disminuía su talla. Y es que, en efecto este hombre era menudo, (enjuto y seco diría Machado, don Antonio, en su poema “Recuerdo infantil”), frágil y viejo dentro de su traje oscuro color ratón de campo con el que siempre lo recuerdo. Supongo que tendría otro para los domingos, fiestas de guardar y eventos matrimoniales, bautismales o funerarios.
Pero la fragilidad era sólo física porque su carácter era atrabiliario, es decir colérico, destemplado y violento. Lo dejaban traslucir sus ojos pequeños, hundidos en las cuencas pero de una mirada taladradora, paralizante como la de una serpiente.
Su método de enseñanza era el basado en el aforismo “la letra con sangre entra” y a ello se dedicaba en cuerpo y alma. Sus alumnos tenían que aprobar todos cuando se presentaran por libre en el instituto. El método: el premio (la famosa peseta de la cartilla) y el castigo. O sea lo que después se llamaría refuerzo positivo y negativo pero a lo bestia (el negativo).
Sus armas: sus propias manos (manos finas que mandan matar, cantó Raimon) en forma de coscorrón, bofetada, retorcimiento y estiramiento de orejas en los caso más leves y el uso de la prolongación de su mano, la palmeta de madera, en los casos en que se necesitaba una corrección pública, ejemplar y ejemplarizante.La división entre faltas leves y graves era para nosotros algo misterioso, no había nada escrito, todo estaba en el nivel de sus humores, que como queda dicho se inclinaban a favor de la bilis negra.
Así pues, uno podía estar en la pizarra, equivocarse en una operación de-las-que-no-admiten-equivocación (una suma, una multiplicación) y ello constituir motivo suficiente para una tanda de palmetazos.
Cuando ocurría, y ocurría con harta frecuencia, el interfecto, en posición de firmes y con el brazo alzado horizontalmente con la palma de la mano izquierda hacia arriba,debía soportar con estoicismo los golpes. Los demás, espectadores obligados del castigo casi llegábamos a sentir como propios los trallazos amplificados por el silencio y dudábamos a la hora de cuantificar proporciones entre decidirnos por la rabia, la impotencia, el odio o el miedo.
Pero el maestro, experto como era, no hacía durar mucho la tortura; era conocedor de que una mano hinchada perdía sensibilidad al dolor y además, podía generar demasiado rechazo en el público.
Cuando mi madre se enteró de estas cosas, se fue a verlo y ni corta ni perezosa lo amenazó con decírselo a mi padre y asegurarle que como buen forjador/cerrajero era hábil y contundente en el manejo de martillos de grandes proporciones...“así que usted verá, pero a mi hijo no me lo toque”. Mano de santo, fui borrado definitivamente de ser ejemplo de nadie. Mi padre nunca se enteró de aquella charla “amistosa”.
Para más inri, otro alumno y yo, que vivíamos lejos, comíamos con el maestro y su familia; la madre/esposa era una señora corpulenta y posiblemente amable si se lo hubieran permitido… en todo caso cocinaba bien. Durante la comida no se hablaba, el maestro se dedicaba a encajarse la dentadura postiza tras cada bocado haciendo un ruido enervante que por fortuna atenuaba la música de fondo. Era siempre el mismo disco repetido una y otra vez, todos los días.
Se trataba de la zarzuela “La revoltosa” y aunque me sabía de memoria el dúo de Mari Pepa y Felipe y estaba harto del:
“¡Ay Felipe de mi alma!
¡Mari Pepa de mi vida!
¡Si tan sólo en ti pensaba noche y día!
Bueno, pues a pesar de todo, por un milagro (y como tal, inexplicable) aún puedo oírla sin que me entre un ataque de pánico.Aquel piso, al que se accedía desde el mismo colegio por una puerta que evitaba salir a la calle, era asfixiante, montones de muebles apiñados sin gusto, unos cuadros sombríos y una lámpara de comedor con menos de la mitad de las bombillas en uso; las ventanas con cortinas gruesas y polvorientas que no dejaban pasar la luz… sórdida, en una palabra.
El peor momento de aquellos “ágapes” en familia fue cuando se descubrió que no es que me sentaran mal las naranjas sino que no sabía pelarlas con cuchillo y tenedor: la cólera se hizo y encarnó en el maestro que me obligó a repetir la operación hasta que consideró que el resultado era aceptable. Ya todos habían terminado su postre y me miraban… yo quería desaparecer, me moría de vergüenza.
En los tres años que permanecí en ese infierno de dos alturas, sólo dos acontecimientos me reconfortan la memoria:
El primero fue que un comando revolucionario, requisó la palmeta y también en espectáculo público y coreado, la situó en la vía del tren y dejó que las ruedas hicieran su papel guillotinador. “Alegría inmensa de los cronopios”.
Pero poco dura la felicidad en la casa del pobre: el maestro, que no pudo descubrir a los culpables (aquello era una fuenteovejuna escolar), optó por comprar otra, ésta de plástico, material más flexible y doloroso que la madera rígida. Los que la probaron decían que la palmeta “singlaba”.
El segundo fue una acción individual protagonizada por mi compañero de comidas. Una mañana faltó injustificadamente, el maestro fue hacia él con intención de pegarle pero este muchacho, ya con sus catorce años y el doble de corpulento, le pidió primero, le exigió después, que no lo hiciera pero ante el avance amenazador lo sujetó por las muñecas y le hizo retroceder reculando hasta sentarlo sin violencia pero con firmeza. Nadie aplaudió pero nuestro particular Espartaco quedó en la memoria colectiva como el héroe que nos había demostrado la fragilidad última de los dictadores y la posibilidad de derrocarlos… aunque sea temporalmente.
Por supuesto que Ricardo, de Catarroja, fue expulsado, pero el intocable don Francisco moderó sus formas que no su fondo. Algo es algo.

1 comentario:

Hosco dijo...

Amarcord valenciano.
Memorias cada vez más desfragmentadas de un fajador tozudo y duro según la contingencia.
Recuerdos tremendos y dignos que empalidecen la sordidez de aquel tiempo de silencio y miedo.
Ecos de Erice, Fernán Gómez, vías de tren del Renoir de “Esta tierra es mía” y neorrealismo sincero: Rosellini, De Sica o Visconti. La música de Nino Rota sería un buen acompañamiento de fondo.

Saludos.

Addemdum

Empatía antiplatónica: ¿no había ninguna estanquera en la zona de influencia de la academia?