martes, 22 de diciembre de 2009



El discreto encanto de la burguesía

(Luis Buñuel, 1972)


Me atrevo a utilizar el verbo “visionar”, atribuyéndome con ello la función de crítico o de jurado, porque el verbo “ver” se me queda corto cuando trato de revisitar (otro palabro) una película que ya he visto y de la que deseo extraer su jugo.
Otra cosa es que después, a la hora de analizarla, me salga una chapuza o me quede con el culo al aire porque no haya entendido de la misa la media.
El caso es que ayer, visioné esta película de don Luis y recordé los tiempos de los cinefórums en los que ante un film como éste se escuchaban opiniones sensatas junto a otras del tipo “rizar el rizo”.


A Buñuel le concedieron el único Óscar de su carrera por este film y él contaba que fue “porque ya había pagado los 25.000 dólares exigidos y ya se sabe que los norteamericanos son muy serios”, frase que provocó un gran escándalo entre los mojigatos que no conocían el humor del director de Calanda.


Lo primero que se me ocurre para empezar el comentario es que la burguesía no tiene encanto y de ahí que Buñuel antepusiera el adjetivo “discreto” al título.
En efecto, los burgueses que nos retrata son unos señores y sus respectivas señoras que pasan el tiempo de ocio, el único que parecen conocer, invitándose a cenar sin que nunca lleguen a culminar la acción por causas de lo más peregrinas y absurdas.


Esa burguesía aburrida y frustrada, que no encuentra el camino (hay varios insertos del grupo caminando aceleradamente por carreteras que no llevan a ninguna parte) y que tampoco parece buscarlo, vive de la apariencia en la cotidianeidad y de los negocios sucios en lo monetario.
Pero la burguesía, como clase social, tiene en la película (y en la vida real) grandes aliados que, o bien ocultan sus desfalcos, o bien le dan el soporte espiritual (el clero institucional) y el poder militar.


Estos dos estamentos se incluyen en la cinta de forma que caen en la ridiculez (las maniobras de juguete del ejército) o directamente en la crueldad (el obispo que dispara al moribundo después, eso sí, de haberlo confesado).
Buñuel clava sus dardos en los personajes, pero lo hace de una forma colectiva, coral, sin detenerse en definir demasiado las individualidades aunque la talla de algunos actores haga destacar a unos sobre otros.


El clima dominante es el que caracteriza buena parte de la obra del director: el surrealismo, pero el surrealismo en su versión politizada, la que arremete contra el estatus y la moral burguesa. No faltan, sin embargo, los componentes estéticos e irracionales, las visiones oníricas y subconscientes.


Así, en uno de los sueños que aparecen en la película, Buñuel deja entrever su obsesión por la muerte, su miedo a la irrealidad dentro de la realidad.


En otra escena los comensales, dentro de otro sueño, están participando sin ellos saberlo en una representación teatral ante un público del que se quieren ocultar y con el que no tienen nada en común.



Resulta gracioso el aggiornamento del obispo, que ante las nuevas corrientes izquierdistas de la iglesia (los curas obreros, la teología de la liberación), decide pedir trabajo de jardinero, ejerciendo este papel con la indumentaria y sumisión correspondiente cuando está en casa de los señores, para volver a su cargo jerárquico y su vestimenta pertinente cuando sale de ese ámbito, disfraces que no lo libran de manifestar su profunda incultura fuera del recinto teológico.
La plasmación de la unidad de intereses entre iglesia y ejército nos la muestra una secuencia en la que uno de los burgueses coloca sobre la cabeza del obispo un supuesto sombrero de Napoleón, que le encaja perfectamente, lo que provoca las risas del grupo y la reacción suavemente airada de monseñor.


Como no podía ser de otro modo, entre la hipocresía y la amoralidad de la clase reflejada se nos muestra el adulterio quasi-consentido, la falsa comprensión (“yo, hasta sería socialista si creyeran en Dios”), el desprecio por la vida humana (“a los estudiantes, como a las molestas moscas, se les da dos paletazos y ya está”).
Hay un montón de situaciones cuya explicación no alcanzo a interpretar; quiero suponer que son caprichos, ocurrencias e improvisaciones del genio de Buñuel o del niño gamberro que llevaba dentro.

1 comentario:

Hosco dijo...

No tengo a ojo la película pero…
¿Discreto encanto burgués?
Vicente Verdú, no recuerdo el contexto de la cosa, escribió hace un tiempo que la elegancia “no se ve, pero se nota”; no estoy muy seguro de que la definición aclare mucho pero epata bastante; en cualquier caso, nada de eso a la vista en la clase social aludida (Valencia, 1 de enero de 2010).
Jacques Lacan iba a otra cosa, y espero que no se moleste –no tengo claro ni el modo ni el tiempo verbal adecuado para estos casos de asimetría óntica- demasiado por manipular uno de sus conceptos fetiche: la “extimidad”, algo así como el exhibicionismo público de la intimidad.
Valle Inclán no iba a otra cosa, por lo que no creo que se moleste –ver guión Lacan- demasiado por el uso que hago del concepto de “esperpento”: algo así como la deformación grotesca de la realidad.
Estoy de acuerdo con don Luís, con los invitados de párrafos anteriores y contigo: da grima esa cosa de “la extimidad esperpéntica de la burguesía”.
Y lo mismo de lo mismo, aquí ya vuelo en solitario, no quiero meter a don Luís en esto, para la otra clase social que, por educación sentimental, prefiero no citar.
Saludos.