jueves, 3 de diciembre de 2009



El Instituto "Luis Vives"

Mi primera visita a este antiguo Colegio de San Pablo, formador de novicios jesuitas y seminario de nobles, fue para examinarme de ingreso.

Cuando entonces, los años cincuenta del siglo pasado, para iniciar el bachillerato era preceptivo pasar una prueba que constaba de una parte escrita (preguntas de lo que se llamaba cultura general y algunos problemas de cálculo numérico que se limitaban a saber aplicar las denominadas cuatro reglas) y otra oral en la que un tribunal formado por tres o cuatro señores circunspectos, con un aire entre solemne y aburrido, sentados en rancios butacones ante una vetusta mesa , te sometían a un pequeño interrogatorio, que incluía indefectiblemente alguna pregunta sobre los Reyes Católicos o alguna gesta de la España Imperial.

Los pequeños aspirantes mirábamos desde nuestra visión en contrapicado a aquellos inquisidores tratando de no balbucear y aguantando las ganas de beber, de orinar o de llorar si te quedabas en blanco.
Los niños (yo acababa de cumplir o aún no tenía 10 años) íbamos vestidos con nuestras mejores galas: era imprescindible llevar chaqueta y corbata, el pelo bien cortado y peinado (la frente despejada, el flequillo con fijador formando una especie de ola capilar que en aquellos tiempos se conocía como "Arriba España").

Los padres nos acompañaban hasta la puerta dándonos ánimos, comprobando que llevábamos los útiles de escritura y dando un toque a los zapatos lustrados con el pañuelo mojado en saliva.
Ahí permanecían esperando noticias y charlando con los otros padres sobre las virtudes de sus vástagos o sus dudas, no sé, yo no estaba.
Y tras los nervios, otros nervios: los de los ya examinados que referían con profusión de detalles y de forma atropellada las preguntas y las respuestas y, junto a ellas, la impresión general de aprobado o suspenso aunque esa ya venía mas o menos prefigurada en la expresión de exaltación o abatimiento de los que ya habían pasado por el martirio.

El día que yo me examiné mi madre no tenía previsto incluir en mi atuendo la corbata, prenda por otra parte inexistente en mi vestuario, a excepción de la blanca del traje de primera comunión, inadecuada a todas luces para el evento. No fui el único que se presentaba sin tan práctica pieza, así que mi padre, hombre de recursos, improvisó una reunión de despistados y tras la colecta compró una que sirviera para todos en una tienda cercana : una corbata de color discreto con el nudo ya hecho y con una goma ajustable al cuello de la camisa que fuimos usando y pasando al siguiente conforme la situación lo requería ; el último en usarla, el de la letra inicial del apellido mas avanzada en el abecedario se la quedaría.
Lo que no olvidó mi madre, ni en esta ocasión ni en posteriores, fue coser por dentro del forro de la chaqueta, de forma llamémosle clandestina, una estampa de la Virgen del Carmen que de buen seguro me ayudaría con su milagrosa presencia en tan vital trance para mi futuro.

El Instituto me pareció imponente, con su claustro, sus zocalos de azulejos multicolores, sus anchas escaleras con barandillas de madera desgastadas pero nobles… ¡Y el aula! … el aula era inmensa, con bancadas como gradas de un circo romano donde esperábamos como pequeños gladiadores a ser nombrados para saltar a la arena y demostrar nuestros conocimientos tanta veces repasados por nuestros preparadores (los maestros de colegios o academias) que medían su prestigio por el número de alumnos aprobados de la tanda que presentaban: éramos los elegidos, los que ellos pensaban que estabamos preparados… otros, los retrasados, debían esperar un año más. El prestigio de sus centros de enseñanza estaba en juego, y con el prestigio el poder de captación de nuevos educandos.

Yo salí con cara de triunfador y tras ceder mi corbata al siguiente, recibí como premio inmediato un grandioso corte de helado de nata y chocolate.
Me esperaba el comienzo del bachiller elemental, su reválida correspondiente, el bachiller superior, su otra reválida… Y después… después ya veríamos, dependería de mí y de si las condiciones económicas permitirían seguir estudiando, o habría que ponerse a trabajar, o a trabajar y estudiar al mismo tiempo, o…
Pero eso eran cosas de un futuro muy lejano, ahora con el helado chorreando había que volver a casa, recibir el abrazo de mi madre "que estaba segura que aprobaría", esperar la condición de apto y disfrutar de un largo verano.

1 comentario:

Hosco dijo...

Lírico, contenido y proletario tu cuando entonces…
Uno de los buenos, y sin caras ocultas de la luna.

Hoy, por ayer, en realidad la primavera del año pasado, la escalera de la fotografía era la misma pero en clave “empiezo a caerme a trozos”.
El equipo directivo del IES LUIS VIVES, con el respaldo del claustro, se ve obligado a alquilar algunas dependencias del centro, en estas fiestas cercanas lo puedes comprobar, porque las administraciones, autonómica y local, asignan un presupuesto que impide hacer frente al mantenimiento de instalaciones tan emblemáticas para la enseñanza pública y de calidad en la ciudad de Valencia. Por lo visto, el dinero público se ha perdido en los “desajustes contables” de sus aliteraciones: contrainformativos de Canal9, devolución de favores por trajes, relojes y bolsos, regatas sincopadas y judicializadas, fórmulas1 de albinos filonazis, paseos en Ferrari y otras Ágoras. Desde la miopía de mi astigmatismo, la etiología de semejante asimetría distributiva parece clara: daltonismo; no logran distinguir la delgada línea roja que separa lo público de lo privado; o desconocen la transparente elegancia de la figura literaria del oxímoron.

En “Trinquilandia”, Montesquieu viaja en unicornio y el recuerdo institucional de las 43 víctimas del accidente del Metro del año 2006 debe andar un poco más allá de la cúpula del Trueno del Palacio de las Artes y las Ciencias – ópera bufa incluida- del país de la indignidad.
Saludos.