lunes, 28 de diciembre de 2009




Navidad, agridulce Navidad


Tal día como hoy, o ayer,… o en todo caso en el anteayer tan próximo y tan lejano de mi infancia, mi padre aparecía con una caja de madera atada al portamaletas de su bicicleta, su eterna compañera, repleta de barras de turrón. Era una ceremonia esperada por mi hermana y por mí con un entusiasmo repetido pero siempre nuevo.


Mi madre asistía a la liturgia de la apertura de la caja más pendiente de nuestra alegría que de la propia, porque ella, que era tan amante de los dulces se abstenía de comerlos - si acaso una puntita, para probarlos-, porque “tenía promesa” y así lo decía cuando alguien le ofrecía un pastel o una golosina negándose al ofrecimiento con una expresión orgullosamente beatífica y con voz de monjita buena.

Aquella promesa, la de no comer dulce de por vida, realizada a la Virgen, se remontaba al tiempo de la enfermedad que llevó a mi hermano a otra dimensión de la energía y que mi madre identificaba con el Cielo (pero no un Cielo normal, el de las personas perdonadas por la infinita bondad, misericordia, etc. de Dios, sino al Cielo de los Ángeles, de los Justos, de los Santos…porque aquella criatura de seis años era “un ser muy especial, era un angelico”).

Mi padre, como buen ateo, no tenía ese consuelo y transmutaba la resignación cristiana en rabia. Compartían sólo el dolor.

Pero aquel hecho dramático, luctuoso, del que mi madre nunca se repuso y mi padre sólo de a ratos, se revivía en mi casa de forma manifiesta a partir del día veintidós de diciembre, cuando se oía por la radio -la nuestra, las vecinas-, la cantinela de los niños de San Ildefonso, en su inacabable canto salmodiado de números y premios.


Así, mientras el resto de nuestro micromundo, vivía la esperanza del Gordo de la Lotería Nacional, mamá lloraba desconsoladamente y papá…papá trabajaba, supongo que golpeando con más fuerza el hierro en la fragua o quizás, él sí, con un poco de esperanza en que le tocara una pedrea, un pellizco de miles de pesetas que alegraran un poco la Navidad.

Mi hermana y yo, que ya teníamos vacaciones, nos debatíamos debajo de las sábanas y las mantas, entre la tristeza impuesta y la alegría circundante y permeable…pero esa es otra historia, que guardo por el momento.


El caso es que papá llegaba con su bicicleta en volandas, para no ensuciar el suelo, y ya en el comedor desataba la cuerda, quitaba la tapa y aparecían ordenadas, como lujosos ladrillos, las diez pastillas de turrón (tres de “duro”, tres de “blando”, dos de yema tostada y dos de nieve). Digamos que el duro (el de Alicante) y el blando (el de Jijona) eran de degustación comunitaria, pero el de nieve era el preferido de mi hermana y el de yema tostada me estaba reservado a mí casi en exclusividad. Si se presentaba algún invitado, estos dos últimos no aparecían sobre la mesa. Todos (y siempre) eran de la La Jijonenca, marca que él consideraba, dentro de la economía familiar, la de mayor calidad.

Nunca compró especialidades de chocolate, por una cuestión de principios: un turrón sin almendra no es turrón. Alguna vez ensayamos con el que tenía nueces o frutas confitadas pero no tuvieron éxito. Las pastillas las hacíamos durar todo el período festivo, no éramos excesivamente golosos y las raciones eran razonablemente satisfactorias.

Con la cascaruja éramos mucho más generosos: papá compraba, por sistema, en el Mercado Central grandes cantidades de almendras, avellanas, nueces, etc. y tras la comida recibíamos como polluelos los frutos secos ya partidos por mi padre, provisto al efecto de martillo pequeño para almendras (marcona) y nueces, y de un curioso artilugio de fabricación propia para las avellanas. Consistía aquel ingenio, en esencia, en un depósito metálico del tamaño adecuado donde se colocaba la avellana, con un resorte en su parte inferior para extraerla después de haber sido cascada por la palanca articulada que gracias al tope del que estaba provista se encargaba de romperla sin machacarla. Una maravilla técnica hecha con un criterio más funcional que estético.

Mi madre lo consideraba un trasto más que había que envolver y guardar: uno de los muchos que mi padre acumulaba en un apartado de una habitación del piso, que ella había ocultado de las miradas extrañas con una cortina y que mi padre, de forma natural, llamaba “el taller”.

En efecto, allí se alineaban todo tipo de herramientas ordenadas según su uso y colgadas de un tablero sobre la pared. Había martillos de varios tamaños, limas (planas, de media caña, triangulares, redondas), entenallas, granetes, compás, escuadra, mordazas, alicates, taladradora, montones de brocas… Una mesa gruesa de trabajo con un tornillo de banco y un pequeño yunque.

Debajo, tras otra cortinita, por supuesto, innumerables piezas, restos de no se sabe qué, esperaban su momento de convertirse en útiles. Allí mi padre era feliz y, además de las necesarias reparaciones y composturas de las cosas de la casa (un portalámparas, una estufa), completaba con paciencia de artesano franciscano los detalles de las miniaturas de
aperos de labranza, herramientas de diversos oficios (sobretodo de cerrajería artística), objetos decorativos y otros, inclasificables, que previamente había forjado en el otro taller, el de verdad, donde trabajaba con su socio y su sobrino, rescatado del arado de un pueblo de Albacete.


En esos días navideños, se abrían algunas treguas a la tristeza y mi padre daba rienda suelta a su natural vitalidad cantando villancicos, cuyas letras, adaptaciones paganizadas de las tradicionales, y consideradas irreverentes por mi madre eran de este tipo:
Ande, ande, ande
La Marimorena

Ande, ande que es la Nochebuena

En el portal de Belén

Hay un tío haciendo botas,

Se le escapó la cuchilla

Y se cortó las …

Se omitía el final: “las pelotas”, con un alargamiento de la “s” dando paso otra vez al ande ande ande, ande …para continuar con otro terceto de parecido contenido.

Como acompañamiento rítmico mi padre utilizaba un trozo de caña gruesa rajada en su tercio superior y con un vaciamiento central (la caja de resonancia) y que al ser golpeada lateralmente en su base con la palma ahuecada de la mano producía un sonido semejante al de las castañuelas.

Mi hermana y yo normalmente ni cantábamos ni tocábamos ningún instrumento, éramos unos desabridos a pesar de disponer de pandereta y zambomba. Lo dicho, unos esaboríos.

Como es natural mi madre tenía previstos los dulces requeridos por nuestros vecinillos que pasaban a pedir el aguinaldo.


La nochevieja no existía, esa noche era de luto riguroso.


Renacíamos la Noche de Reyes, con toda su parafernalia de dejar comida y agua a los camellos, entornar una ventana (no teníamos balcón) para que subieran los pajes, acostarse pronto… y por la mañana nuestros padres, más nerviosos que nosotros mismos, nos despertaban y la casa estaba llena de paquetes, unos a la vista, otros ocultos, que respondían con creces a la carta a los Magos que habíamos escrito con mucha antelación con la mejor letra (tras varios borradores, que ajustaban las peticiones).


La generosidad de mis padres, que no se regalaban nada entre ellos, era admirable. Me conmueve ahora, pensar en los esfuerzos que tuvieron que hacer para comprar todos aquellos regalos que, aunque modestos, estaban muy por encima de las posibilidades económicas reales de la familia.


Desde aquí y hacia la nada…mi recuerdo emocionado.

2 comentarios:

lu dijo...

En Cantalobos Santa te ha dejado una cosita, con la letrita letrita... P

Ángel Fondo dijo...

Quercus, querido amigo, me emocioné con tu relato, pues esos recuerdos, tan parecidos a los míos en algunos detalles, son una especie de memoria añeja con triste peaje. No sé tú, pero en mi caso no puedo evitar un asomo húmedo en el lagrimal cuando pienso en esa niñez feliz al lado de mis padres y hermana, en la perdida ilusión ya irrecuperable, o en la calamitosa relación que llevo con el paso del tiempo y con los reinos sin reyes…

Y para que este comentario no quede envuelto en ese aire melancólico voy a darte una pequeña alegría: Mariajo ha hecho un turrón de yema tostada con sus propias manitas que está de muerte, así que ya sabéis…
Felices…