jueves, 30 de abril de 2009



¿Seguimos?

Ayer lloraba la muerte de Javier Ortiz, hoy al visitar su blog me encuentro con la iniciativa de sus amigos que bajo la pregunta “¿seguimos”? nos animan a que no se pierdan sus artículos y comentarios, en forma de libro o como sea. Así pues, siguiendo la sugerencia, recojo dos aportaciones suyas que incitan a seguir luchando por un mundo mejor desde la perspectiva de una derrota no sumisa.


El Diablo sólo está dormido
Lo más hermoso de toda la leyenda de Satán, Lucifer, el Diablo, el Maligno, Luzbel o como quiera llamársele, es su origen: fue -según el tradicional relato de la Iglesia católica- un ángel que se alzó en armas contra Dios.
No concibo rebelión más bella: enfrentarse a alguien que, siendo la perfección absoluta -que San Anselmo me asista-, jamás habría podido salir derrotado, y menos todavía perecer.
No hay rebelión más noble que la que nada espera del combate. El Diablo fue el legítimo predecesor de Prometeo, de Espartaco, de los Federados de la Comuna de París, de los amotinados del Potemkin, de todos cuantos en esta vida -o en el más allá, tanto hace al caso- no se han lanzado a la liza por la ambición de lo conseguible, sino por el radical rechazo, por la repugnancia hacia lo existente. En aquella desigual pelea, Dios jugó con ventaja. Nunca me han gustado los ventajistas.
Afirma el papa Karol Wojtyla que el Diablo ha sido derrotado definitivamente. Me parece que se basa en datos contingentes: Rusia se ha convertido, es verdad -aunque lo cierto es que nunca fue realmente atea-, y el comunismo ha fenecido en medio de espasmos agónicos que vienen a confirmar que en efecto era «intrínsecamente perverso», como decía mi libro de Religión.
Pero la Historia da muchas vueltas. Lentas, si se miran con la lupa del propio presente, pero enormes, si se observan con el catalejo de los siglos.
La observación de los constantes meandros de la Humanidad me hace sospechar -entre otras cosas, porque me gusta sospecharlo- que el espíritu del Diablo, el Maligno, Satán, Luzbel o como quiera llamársele, y el de Prometeo, y el de Espartaco, y el de los Federados de la Comuna, y el de los amotinados del Potemkin, y el de todos cuantos en un momento u otro se han rebelado contra el Poder sin la menor esperanza, pero con toda la rabia, en esta vida o en el más allá -que tanto me da, a estos efectos-, no muere ni puede morir jamás, porque ese espíritu de rebeldía está anclado en lo más recóndito del alma humana. Quizá no en el de todas las almas, si almas hay, pero sí en el de algunas, que seguro que las hay.
Se equivoca Juan Pablo II: Satán no ha muerto. Sólo duerme, como Ulises, el de Itaca, fascinado por el canto de algunas sirenas.
Despertará.

(5 de septiembre de 1999)

La rebelión de Lucifer
Ahora que la jerarquía eclesial vuelve a reclamar el sometimiento general a la voluntad divina, me viene al recuerdo la réplica satánica por excelencia: “¿Cómo que si Dios no existiera habría que inventarlo? ¡Al contrario: si Dios existiera, habría que derrocarlo!”.
Satán, príncipe de los demonios, se alzó en armas contra Dios pese a saber que su guerra era imposible. Dios, infinitamente perfecto, no podía fallar en la batalla. Ni siquiera podía verse afectado por arma alguna.
¿Por qué, sabiéndolo, se rebeló Lucifer contra Él, de todos modos?
Por razones de principio, sin duda.
Siguió el ejemplo de la primavera, que vuelve cada año a la carga, por bien que sepa que tras ella llegará el verano, y luego el otoño, y al final otro nuevo invierno.
Satán nos dio el ejemplo: la cuestión no es vencer –objetivo imposible–, sino no darse por vencido.
La valiente acción de Satán privó a Dios del gozo absoluto de la absoluta sumisión ajena.

(6 de febrero de 2004)

miércoles, 29 de abril de 2009

Un poco más huérfanos

Ayer día 28, se nos murió Javier Ortiz (temprano madrugó la madrugada) y hoy, al leer la noticia me he escondido detrás del cigarro para aguantar la sensación de tristeza lindante con la congoja. Como a mi edad, soy también de la cosecha del 48, tenemos la lágrima cada vez más fácil no he reprimido lo que de natural me pedía el cuerpo.

Luego, tras ese primer momento de sentir algo que podría definir como bajar otro peldaño más en la orfandad ideológica, en la pérdida de referentes, en la seguridad de que Javier estaba escribiendo lo que yo escribiría si tuviera su talento…me he zambullido en su blog y he encontrado una prueba más de porqué lo admiraba tanto:

2007/01/24 05:00:00 GMT+1

Obituario

Hoy, como resulta que es mi cumpleaños, que estoy de viaje y que me he ido sin el ordenador portátil –no me toca escribir para el periódico hasta el viernes y el aparatito pesa lo suyo– os he dejado de archivo una humorada. Se trata de mi obituario. O mi necrológica, o como queráis llamar a eso. La he escrito porque no quisiera que el día en que me muera cualquier gacetillero inútil arruinara mi muerte con una necrológica burocrática y de circunstancias. De modo que os encargo colectivamente de que, cuando fallezca, hagáis lo posible para que sea éste el obituario que salga publicado.

Dice así:

OBITUARIO

Javier Ortiz, columnista

Falleció ayer de parada cardio-respiratoria el escritor y periodista Javier Ortiz. Es algo que él mismo, autor de estas líneas, sabía muy bien que sucedería, y que por eso pudo pronosticar, porque no hay nada más inevitable que morir de parada cardio-respiratoria. Si sigues respirando y el corazón te late, no te dan por muerto.

Así que en ésas estamos (bueno, él ya no).

Javier Ortiz fue el sexto hijo de una maestra de Irún, María Estévez Sáez, y de un gestor administrativo madrileño, José María Ortiz Crouselles. Sus abuelos fueron, respectivamente, un señor de Granada con aspecto de policía –lo que tal vez se justifique considerando el hecho de que era policía–, una señora muy agradable y culta con allure y apellido del Rosellón, un honrado y discreto carabinero orensano con habilidades de pendolista y una viuda de Haro casada en segundas nupcias con el recién mencionado, Javier Estévez Cartelle, del que se derivó el nombre de pila de nuestro recién difunto. Si algún interés tienen todos estos antecedentes, cosa que dista de estar clara, es el de demostrar que, en contra de lo que suele pretenderse, el cruce de razas no mejora el producto. (Obsérvese qué gran variedad de procedencias se puso en juego para acabar fabricando a un vasco calvo y bajito.)

La infancia de Javier Ortiz transcurrió en San Sebastián, ciudad que le venía muy a mano, porque nació allí. Se dedicó básicamente a mirar lo que había por sus cercanías, en particular el pecho de las señoras –ahora que ya está muerto podemos descubrir ese inocente secreto suyo–, y a estudiar cosas tan peregrinas como las ciudades costeras del Perú, de las que no logró olvidarse hasta su postrer respiro. Los jesuitas trataron de encauzarlo por el buen camino, pero él descubrió muy pronto que era comunista. Eso malogró del todo su carrera religiosa, ya de por sí poco prometedora, sobre todo desde que notó con desagrado el interés que algunos sacerdotes ponían en sus partes pudendas.

Su primer trabajo como escribidor, aparecido en una página del periódico del colegio, fue, curiosamente, una necrológica, con lo que cabría decir que su carrera como periodista ha resultado capicúa, singular circunstancia de la que muy pocos podrían presumir, aún en el improbable caso de que lo pretendieran.

A los 15 años, hastiado de las injusticias humanas –algunas de las cuales seguían teniendo como referencia obsesiva los pechos femeninos–, decidió hacerse marxista-leninista. Los años siguientes tuvo que emplearlos en averiguar qué era eso que acababa de hacerse, a lo que contribuyeron decisivamente algunos esforzados miembros de la Policía política franquista.

A partir de lo cual, se dedicó con gran entusiasmo a cultivar el noble género del panfleto. Sin parar. A diario. Año tras año. Fue cambiando de punto de residencia, no siempre por voluntad propia –ahí merecen especial mención sus estancias carcelarias y su exilio, primero en Burdeos, luego en París–, pero jamás varió su inquebrantable afán de agitador político, que él pretendía haber adquirido, por absurdo que parezca –y sea, de hecho–, en la lectura de Los documentos póstumos del Club Pickwick, de don Carlos Dickens, y de las Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Padarox, de don Pío Baroja.

Burdeos, París, Barcelona, Madrid, Bilbao, Aigües, Santander... Recorrió incontables sitios y holló innúmeros parajes sin parar de escribir, erre que erre. Zutik!, Servir al Pueblo, Saida, Liberación –y Mar, y Mediterranean Magazine y El Mundo, y una docena de libros, y varias radios, y algunas televisiones... Por escribir, incluso escribió para otros y otras, ejerciendo de negro en momentos de particular penuria. También lo hizo a veces por amistad.

Movido por la lectura del Selecciones de Reader’s Digest y otras publicaciones estadounidenses tan aficionadas a ese género de operaciones, un día decidió calcular cuántos kilómetros cubrirían sus escritos, en el caso de colocarlos todos en una sola larguísima línea de cuerpo 12. El resultado de la estimación fue concluyente: ocuparían la tira.

En materia de amores (de la que sería injusto decir que careciera de alguna experiencia), también fue capicúa. Decía que las mejores mujeres, las más cariñosas y las más nobles con las que compartió sus días (sin desdeñar dogmáticamente a ninguna otra), le resultaron la primera y la última. Aunque la favorita le apareciera por medio: su hija Ane.

Y todo para acabar con algo tan vulgar como la muerte. Por parada cardio-respiratoria, como queda dicho. En fin, otro puesto de trabajo disponible. Algo es algo.

______

Javier Ortiz, escritor y columnista, nació en Donostia-San Sebastián el 24 de enero de 1948 y murió ayer en Aigües (Alicante), tras dejar escrito el presente obituario.

lunes, 27 de abril de 2009


Los girasoles ciegos


Ciegos están los que han hecho esta película: deben suponer que ya han muerto todos los que vivieron la posguerra, que nadie guarda memoria de cómo era la vida cotidiana de los perdedores y en especial de los que tuvieron que vivir escondidos como ratas para no ser detenidos, torturados y probablemente asesinados. De no estar ciegos, (quiero pensar en la ceguera y no en la decisión voluntaria de mentir y deformar la historia) no se hubieran atrevido a presentarnos tal cúmulo de inexactitudes históricas por decirlo de una manera suave.


Se podría escribir un libro sobre los errores de ambientación, diálogos, formas de vestir y de vivir de ese año 1940 en una ciudad como Orense.

Me cabrea que un gran guionista como Azcona en su despedida vital y un director con la barba blanca cometan tantos fallos. Pero aún me irrita más que haya críticas favorables y que se haya podido presentar este bodrio como representante del cine español a concursos internacionales.


Podría repasar minuto a minuto la película e ir describiendo los dislates pero no quiero perder el tiempo miserablemente, sólo algunos ejemplos:

• Al comienzo de las clases se izaban las banderas, y al terminar el día escolar se arriaban. Era una labor encomendada a los alumnos de una forma rotatoria. En la película la bandera nacional ya está izada y no está acompañada por las otras dos, la falangista y la carlista que la flanqueaban y que debían ser izadas al mismo tiempo que sonaban los cantos de rigor pero respetando la jerarquía: la nacional debía conservar siempre una altura mayor que las otras dos (un palmo más o menos). Había de tenerse gran cuidado al ir estirando de la cuerdas para que la nacional no se retrasara con respecto a las otras y que coincidiera el final del himno con la culminación en la elevación. Al final, la bandera roja y gualda ocupaba su lugar preponderante en su mástil más elevado. Por supuesto que no se podía escuchar o cantar los himnos con las gorras puestas. • Si no se conoce la letra de “Cara al sol” en la que se ofrenda la vida por la patria raramente se puede entender que la protagonista le explique al cura que su niño no cante “porque quiere vivir para su madre”.

• El diseño de las carteras sobre la espalda con correas y la abundancia de carteras de cuero…qué quieres que te diga. Lo mismo sucede con casi todas las maletas, nuevas y de piel cuando lo normal era utilizar atillos, no tener maleta o que ésta fuera de cartón. • En el aula aparecen dos borradores anatómicos, tipo “salvauñas” que no son propios de la época, en la que se utilizaban trapos; tampoco la tiza era de sección circular si no cuadrada.

• Los niños no llevaban el pelo largo, solían ir rapados por el problema de los piojos.
• No parece propio de una mujer de esos años realizar traducciones de alemán, la excusa del aprendizaje por haber mantenido correspondencia con un piloto de la legión Condor es risible.

• La forma de vestir de la protagonista, con trajes ajustados, sin faja, maquillada, y con zapatos topolino no parecen lo más adecuado para pasar desapercibida estando su marido escondido. El curita facha dice “que se bambolea”, es decir que se contonea de forma provocativa. Compárese con la vestimenta del resto de mujeres que aparecen en la cinta.


• El polvo del cura a la almohada es antológica: en los seminarios las monjitas encargadas del lavado de la ropa de cama tenían por costumbre almidonarla o sea que no quiero imaginarme en qué estado quedaría “la cosa”… a no ser que la intención fuera la de una paja masoca, además de guarra, ¡claro que él no tiene que lavar luego la funda!

• El inserto de los buitres picoteando las cuencas de la vaca muerta me parece una logradísima metáfora ¿verdad?...y además de buen gusto. • La calificación moral de la películas no es real; la que oyen los niños, de las calificadas como 4 (gravemente peligrosas) no se proyectaban, todo lo más se permitían las 3-R, o sea, para mayores con reparos (el reparo o reparación consistía en que exigían confesión posterior por los malos pensamientos o acciones que hubiera podido provocar su visión). • La sugerida felación al marido como terapia contra la locura del encierro me parece bien, esto lo digo en serio.

• Si se supone que viven en un piso, de dónde ha salido ese muro medianero tan sólido y tan inútil cuando para ocultar el boquete se utiliza una simple plancha de madera de un armario ropero vacío. ¿Se supone que los vecinos tan dados a las delaciones, no oyen no ven, no intuyen…? ¿Son todos republicanos?

• Y para colmo en el minuto 1:26 cuando el topo, desesperado, se lanza por la ventana y su mujer, que no ha podido impedirlo llora desesperadamente, entonces el niño presente en la escena y que en toda la película parece inteligente, pregunta: ¿Qué pasa mamá?

Todo estos “detalles” pueden parecer anecdóticos y posiblemente lo sean. No tienen suficiente entidad, se me puede decir, como para empañar el fondo de una gran película… pero es que ésta no lo es.

Y no lo es porque no es creíble, y eso es grave cuando la situación que se plantea es real, repetida y presente en la memoria de muchas personas que las vivieron en carne propia, de familiares o de amigos.

La tortura de la existencia como un muerto en vida, siempre con miedo, siempre temiendo ser delatado, siempre entre cuatro paredes de las que sólo ocasionalmente se puede salir al resto de la casa tomando mil precauciones, no queda reflejado en la película, donde nuestro protagonista con su impecable pijama y bata circula con la única cautela de correr las cortinas.




No entiendo tampoco la ambigüedad del comportamiento de la esposa, a no ser que eche mano de la misoginia o del poder todopoderoso de las hormonas. ¡Con un marido enclaustrado, un hijo que es una joyita y una hija que tiene que huir embarazada con su compañero hacia una muerte casi segura…! Como coño se plantea ella la situación de quiero/no quiero, seduzco/me dejo seducir por un curita de la calaña de éste, definido como putero, blandengue, religioso sin vocación, que utiliza como último recurso el disfraz de alférez provisional para envolverse de un machismo seductor para acabar delatando con grititos por todas las ventanas (muchas) la existencia de un peligroso comunista.


No quiero entrar en el destrozo de la novela de Alberto Méndez en la que está basado el guión, porque no me entusiasmó, pero es de juzgado de guardia el tratamiento que se da al segundo de los cuatro relatos que la componen.


Aplaudo la actuación de Maribel Verdú, de José Ángel Egido y de Roger Princep.

Hans Burmann: Éste no era el tono adecuado para la fotografía de la posguerra, te recuerdo la filmación de “Los días del pasado”, ése era el color y el ambiente.


Rafael Azcona: Gracias por “El cochecito”, “Plácido”, “El verdugo”, “El pisito”, “Ay, Carmela”, “Belle époque” y tantas otras. Seguramente, también habría que agradecerte tu sentido de la amistad hacia José Luis Cuerda, por firmar junto a él esta película, pero eso sólo vosotros dos lo sabéis.

viernes, 17 de abril de 2009


Evtuchenko, otra vez y siempre

Hay libros que he comprado y que no he leído, los hay (muchos) que he abandonado en la página cincuenta, otros los he acabado de mala gana sabiendo que se borrarían de la memoria en el mismo instante de cerrarlos, y existen los que he releído varias veces y he prestado o regalado y he vuelto a prestar o regalar porque su hueco en la biblioteca me resultaría insoportable.

“Entre la ciudad si y la ciudad no” del poeta ruso Evgueni Evtuchenko pertenece a ese último apartado y de él está extraído este poema que es de los pocos que hasta que el señor Alzheimer me lo permita conservaré en la memoria.



Una mujer y un hombre solos, en un puente,

sobre el dormido Sena azul.

Debajo está el tumulto sin sentido, las luces irreales.

Cambia el gobierno en algún sitio,

se pronuncian sabios discursos.

Pero ellos desde el puente, apenas si lo ven:

tan sólo ven el Sena turbio y lento.

Así están, sin palabras y sin besos,

hasta la madrugada, bajo un impermeable,

como un paquete envuelto en celofán

¡un regalo del mundo para el mundo entero!

¡Quiera Dios que no tengamos ni casa ni hacienda,

ni aturdidora comodidad en nuestra vida!

¡Quiera Dios que, estemos donde estemos,

siempre nos encontremos en el puente!

En el puente para siempre inscrito en el cielo.

En el puente que hace sagrado a quien le habita.

En el puente sobre el tiempo,

sobre toda la vanidad y la mentira.

París 1960


MOZART
Concierto para piano nº23

El 2 de marzo de 1786 Mozart estrenó su Concierto nº 23 en La mayor, K 488.

Mozart lo guardó para él y para un privilegiado círculo de conocedores y amantes de la música.

Fue un trabajo dedicado a su alma, como tantos otros, pero restringido a la intimidad. Sin ánimo de lucro, aunque sus finanzas lo requirieran.


Los tres tiempos de este concierto son:

I. Allegro
II. Adagio
III. Allegro assai

En el Adagio se puede admirar la esencia de la música mozartiana, de una grandeza que conmueve y que no tiene parangón.


La interpretación pianística es de nuestra gran Alicia de Larrocha acompañada por la English Chamber Orchestra, dirigida por Sir Colin Davis.




Para Lakshmi, fidelísima comentarista de este blog y para los que como ella tienen un alma sensible

lunes, 13 de abril de 2009


Vicky, Cristina, Barcelona


No voy a entrar a analizar la consistencia del argumento, ni a comentar los colorines de las fotografías turísticas, ni las razones en la elección del reparto femenino y su relación con la senilidad, ni el acierto o no de la música como representativa de los lugares de rodaje, ni si siguen existiendo latin lovers por estos pagos...
Tampoco hablaré de la calidad de los diálogos o de las ocurrencias sobre la identidad catalana requerida de un máster; ni siquiera
de la elección desinteresada de las localizaciones, ni de la idoneidad del doblaje, ni …

¿Entonces?





Pues suponga que un día usted dice de su hijo que podría estudiar más o tener ordenada su habitación o cualquier recriminación por el estilo. ¿Significaría que no cree al mismo tiempo que es el más guapo, el más alto y el más listo de todos?


Y si el comentario fuera sobre su madre, o su abuela… ¿dejarían de ser menos maravillosas porque ese día se les hubieran quemado las lentejas?


Pues eso, dijera lo que dijera sobre la vaguería de mi hijo o sobre la incomestibilidad de las lentejas, y si, por un aquel, a esta película le pusiera un cero, no por ello Woody Allen dejaría de seguir estando tan dentro de mi biografía y me habría hecho disfrutar tanto y en tantas de sus geniales obras maestras como para que ahora yo en su senectud le negara el derecho de hacer lo que se le venga en gana.


Callo, pues, me guardo el reproche, me como las lentejas y espero su próxima película. Mientras tanto puedo volver a ver “Manhattan”, “Hannah y sus hermanas”, “Annie Hall”, “Maridos y mujeres”, “Zelig”, “”Balas sobre Broadway”, “Misterioso asesinato en Manhattan”…, (y varios etc.)

viernes, 10 de abril de 2009

Vamos viviendo apenas
Inútilmente

Colocamos trocitos de algodón
En las grietas del tiempo

Se filtra sin embargo

Inexorablemente

Constante e imparable

El frío de la muerte

Javier

martes, 7 de abril de 2009


Mystic River

En mi comentario sobre Gran Torino elogié la labor de dirección de Clint Eastwood, en esta película y en Byrd.

Me mantengo en ello: Mystic River, un film americano de más de dos horas de duración sin hermosos paisajes (urbanos o rurales), sin muchos tiros (los justos), sin sexo ni grandes pasiones y rodada en un ambiente gris en torno a un río que se presume maloliente, es toda una hazaña de dirección no caer en baches narrativos y mantener la progresión tanto en su faceta de thriller como de drama psicológico.


Tres niños de barrio, compañeros de juegos y pequeñas gamberradas, quedaron marcados por un suceso escabroso que el azar quiso que sólo uno de ellos viviera en primera persona, pero que en la conciencia de los otros dos quedó como algo que les podría haber sucedido a cualquiera de ellos y que está enquistado en sus memorias.

La víctima directa está tan traumatizada y es tan patente su desequilibrio psíquico que le lleva a asesinar a un pederasta como venganza por su propia violación y a hacerse tan sospechoso de otro crimen, el de la hija adolescente de uno de sus dos amigos, quien, en juicio sumarísimo, lo ejecuta y lo arroja al río adelantándose a las investigaciones que está realizando el otro amigo, policía encargado del caso. Una vez descubiertos los verdaderos autores y aun sabedor del crimen de su antiguo compañero de juegos, el policía lo oculta, aprovechando una serie de circunstancias que permiten cerrar al caso impunemente.


El niño violado, maltratado, que logra huir de sus verdugos pero no de sus recurrentes sueños de pánico, es un muerto viviente, alguien incapaz de rehacer su vida, de conseguir una apariencia de normalidad, hecho que queda patente en la desconfianza de su propia mujer, que implícitamente lo denuncia al padre de la niña asesinada.


Hasta aquí la historia de un trauma colectivo bien narrado y bien dosificado en su excavación de las tres personalidades encarnadas por tres grandes actores, que hacen creíbles cada uno de los tres personajes absolutamente diferentes y unidos tan solo por la marca infantil.

Las pegas que le veo están al margen de la dirección y se refieren a los valores que vuelven a repetirse o, mejor dicho a los contravalores que desde mi punto de vista le son tan queridos a Clint Eastwood :

--Su misoginia: las tres mujeres coprotagonistas, o no son “nada” o cuando lo son es para transmitir los ideales de machismo y de perpetuación de las instituciones sagradas del matrimonio y la familia en su concepción de hombre-macho defensor del territorio y mujer reposo del guerrero aunque el guerrero sea un mafioso asesino.


--Su amoralidad: la impunidad del crimen por ocultación es un deber de amistad, al fin y al cabo el “violado” era el más enfermo de la manada, el más tarado, el animal más débil al que dirigiría sus dentelladas cualquier animal depredador a la caza de alimento.


--Su concepto judeocristiano de la venganza, la redención y la doble moral: el asesinado ha asesinado a su vez, se ha vengado pero debe pagar, con ello se redime y está dispuesto al sacrificio de ser castigado por un crimen no cometido. Después ya puede retornar la tranquilidad.

La película se cierra con un desfile con toda la parafernalia de banderas y bandas de música; aquí no ha pasado nada, todo se ha solucionado “felizmente”, cada oveja está con su pareja, y todo ello sin que haga falta que la justicia y la legalidad intervengan: los trapos sucios se lavan en familia y los débiles sucumben porque esa es la ley natural…la de la selva.

viernes, 3 de abril de 2009


Dias de radio

Ayer revisité “Días de radio” de nuestro admirado Woody Allen.
Como su valía no tiene fecha de caducidad ni hacen falta muchos comentarios elogiosos, le pongo un 8 (o un 10 si se me antoja, que aquí no hay medias para elegir carrera) y voy a mis asuntos.



Y ese asunto es que, para los que estamos entre la tercera y la eterna juventud, la película nos transporta a la infancia sin tele (ni falta que hacía) en la que la radio se constituía en centro de la cotidianidad, en núcleo de la compañía en la soledad del ama de casa o en el trabajo del laborioso operario.

Esos aparatos mágicos, repletos de válvulas ocultadas por un cartón atornillado en su parte trasera y que nadie osaba destapar porque un rayo dibujado te advertía del peligro, escondía el misterio de la palabra y de la música.


Las voces eran tan reales que uno pensaba que los locutores (speakers, decían los cultos) estaban allí dentro, personas enanas o solo cabezas parlantes cuyas voces tenían un tono familiar y cercano. Eran voces bien timbradas, de dicción perfecta, entendiendo por perfecta la eliminación de cualquier atisbo de acento periférico; aquello era castellano- castellano, así se pronunciaba y así debía pronunciarse, sin vuelta de hoja. Esta rigidez fonética ha persistido en mí como un prejuicio. En mí y en otros: recuerdo que Umbral dijo con ocasión de la presentación de su candidatura a la presidencia de Miquel Roca i Junyent (del que se burlaba convirtiendo su segundo apellido en “chunchen”) que “cómo iba a ser presidente de España alguien que no sabía hablar castellano”.

A mí, sin llegar a ese extremo sigue “sonándome extraño, inadecuado o incluso risible” que en una emisora de ámbito estatal se hable con un deje marcadamente local/regional/protonacional. Yo mismo, cuando me he oído en alguna grabación me parece que mi castellano está contaminado (¡contaminado!) por un tonillo valenciano que he adquirido y que no me gusta.

Paradójicamente, el catalán en su variante valenciana me resulta melodioso y más dulce que el castellano (no así el catalán de Cataluña). Así pues, me emboba por igual el castellano de una salmantina, que me encanta escuchar el valenciano puro de Ovidi Montllor, de quien un día de estos hablaré.

Pero volvamos a lo nuestro, aquellas voces de la radio de los cincuenta, saliendo de los altavoces de membrana de cartón y moduladas por las válvulas luminosas y cálidas, distaban mucho de la metalización sonora que ofrecieron los posteriores “transistores” y no digamos los detestables reproductores de mp3 actuales, castrados y ausentes por completo de armónicos.

Aún conservo la radio de mis padres, una Iberia de fabricación nacional, de cuando en este país había marcas propias. Funciona perfectamente aunque requiere de un transformador para reducir el voltaje a los 125 de la época. Las pocas veces que lo he enchufado me ha sumergido en un mundo en el que las horas de la comida y de la cena estaban marcadas por el “diario hablado” que todo el mundo conocía como “el parte”, nombre éste desprovisto de su apostilla “de guerra”, pero que conservaba los mismos aires de victoria y propaganda (o de derrota y miedo) que cuando , desde el 37 al 39, emitía desde Salamanca los avances heroicos de las tropas de la Cruzada liberando los pueblos y ciudades de las hordas marxistas y los complots judeomasónicos.

No existían, por supuesto las emisoras privadas, todas eran del Glorioso Movimiento y, aunque poseían programación propia, tenían la obligación de conectar con la emisora central para emitir el diario hablado, erigida como estaba en única portavoz de la verdad incontestable.

No recuerdo que prestáramos demasiada atención a los contenidos pero al menos eran la referencia horaria y el telón de fondo de las conversaciones mientras comíamos. Sólo las catástrofes naturales o los grandes acontecimientos eran capaces de provocar el ¡chist! y el silencio y la escucha. El resto era consabido, propagandístico, autocomplaciente, cuando no directamente falso.

La figura del Caudillo era omnipresente, parecía estar siempre inaugurando pantanos, carreteras, escuelas, cosas; siempre en actos multitudinarios y vitoreantes; siempre rodeado de autoridades militares y eclesiásticas de barrigas orondas y sonrisas incrustadas, complacientes, paternales, bondadosas…esto lo sabíamos por el NO-DO, de proyección obligatoria antes de la sesión de cine.
Franco mostraba interés por todo, atento a quien le informaba desde una distancia respetuosa, mientras doña Carmen (apodada “la collares” por la permanente envoltura de su esbelto y aristocrático cuello) anulaba las sonrisas del cortejo con la suya propia, más amplia y con los dientes más blancos.

En las casas “normales” había un solo aparato, el de mi familia era digamos el modelo básico. No hace mucho y por aquello de las asignaturas pendientes compramos el que encabeza este post y que entonces solo poseían las clases acomodadas; como se puede apreciar ya estaba provisto de teclas, de control de agudos y graves, ojo de gato o mágico para la sintonización fina, etc.

La radio (también llamada arradio por las mismas razones por las que se decía treato, por incultura) se situaba sobre el aparador del comedor o en la salita-comedor, generalmente ocupando un lugar destacado.
Muchas veces reposaba sobre una pequeña tarima elevada, adornado con tapetes y puntillas primorosas de fabricación familiar. Sobre él alguna figurita de porcelana o adorno similar completaba la decoración.

El colmo de la sofisticación hortera fue cuando inventaron una plataformita circular, convenientemente sujeta, sobre la que una minúscula bailarina “danzaba” por efecto de las vibraciones del altavoz sobre unas fibras rígidas situadas debajo de la amplia falda de ballet de la muñequita. No tuvo mucho éxito el artilugio por que la forma de sujeción más normal era hincarle un alambre al oculto altavoz con el consiguiente destrozo.
Aquellos aparatos de la radiodifusión se calentaban mucho y habían de apagarse, dejarlos reposar, cuando los primeros olores a quemado hacían su aparición. Ahora sé que aquellas lámparas no consumían mucha electricidad, pero los padres de entonces, hablo de los que como los míos miraban necesariamente la peseta, se cuidaban de advertirnos a los hijos de que no había que abusar y que sobretodo ¡no os durmáis con la radio encendida!, cuando por razones de acabar los deberes, trasnochábamos.
Siempre había algún ejemplo en la vecindad de haberse pegado fuego la casa por culpa del dichoso trasto, o sea, que cuidado. Además…no sé cómo podéis estudiar i escuchar a la vez.


No, yo no escuchaba y estudiaba, sólo escuchaba y no por mucho tiempo porque cuando el brasero de la mesa camilla (hablo del invierno porque en verano estábamos en la calle, tomando la fresca) dejaba de calentar…a la cama.

Pero en ese rato de soledad si apagabas la luz del flexo y pegabas la nariz al dial podías imaginar que rodando el botón que desplazaba la varilla sintonizadora , viajabas a través de las numerosas ciudades cuyos nombres, apretujados, estaban grabados sobre el cristal, iluminados débilmente por dos perillitas laterales.
El conjunto adquiría con la dosis de fantasía adecuada un aire entre fantasmagórico y teatral, una fábrica de sueños “al alcance de todos los españoles”.
Si con otra de las ruedas frontales cambiabas de frecuencia, es decir, pasabas de la onda media a la onda corta, o incluso a la pesquera, podías escuchar emisoras que hablaban lenguas extrañas y en las que el volumen aumentaba y disminuía a oleadas sonoras incrementando la sensación de exotismo y lejanía.

Capítulo aparte merecen los programas: los seriales radiofónicos, los concursos, el rezo del Ángelus (otra referencia horaria, las doce), las obras de teatro, los consultorios sentimentales, los rosarios vespertinos rezados supuestamente en familia … y los programas que me hicieron conocer y amar la música.

miércoles, 1 de abril de 2009


Conclusión


Al contrario de lo que me sucede con las áreas de servicio de las autopistas en donde me siento solo en medio de tanta pulcritud impersonal y fría, me encuentro a gusto en los bares de carretera con esas barras repletas de viandas en franca competencia por lograr las más altas dosis de colesterol, triglicéridos y transaminasas varias.
La primera impresión puede que sea la de suciedad por lo que te encomiendas con fe y esperanza a tu sistema inmune/inmunitario/inmunológico, pero posiblemente no sea la falta de higiene de lo que se trate sino de la acumulación y el desorden en las cosas expuestas, amén de la multitud de papelillos que suelen tapizar el suelo. La estética, por resumir.
También los tímpanos corren peligro ante la presión acústica, pero a mí me compensa, pasado ese primer impacto, por la alegría ambiental, tanto en su vertiente humana (esas mesas con camioneros o familias con niños hiperactivos y vociferantes, engullendo tremendos bocadillos), como por el abigarramiento de olores a cerveza, café, puros y demás aromas procedentes de los hábitos “malsanos” que la gente currante practica con vocación y apasionamiento.
En esos bares uno se atreve a pedir un bocata-tortilla-con-dos-longanizas (o bocata-calamares-con-ración-de-patatas-bravas) sin complejo de culpa ni pensamientos conmiserativos hacia a las vísceras que han de sufrir las consecuencias de una digestión laboriosa.
Lo que en otras circunstancias me resultaría insoportable, no lo es si lo enmarco en un viaje no demasiado largo, en donde la parada de rigor – no es bueno conducir más de dos horas seguidas – tiene la virtud de la integración tribal, casi orgiástica, que te libera del aislamiento del cascarón rodante y el peligro omnipresente de la carretera. La seguridad en suma, cuando ya empezaba a instalarse en tu cabeza la pregunta: ¿Realmente quería yo salir de casa?
Bueno, pues además de todos estos alicientes, que confortarán el resto del viaje cuando el clic onomatopéyico del cinturón de seguridad te traslade mentalmente al lugar de destino…además, digo, está toda la cacharrería que “adorna” el bar, desde expositores con casetes (ahora devedés) de autores inencontrables y cañís, hasta películas porno, caramelos, mieles, aceites, navajas de Albacete, juguetes, llaveros increíbles, etc.
Todo un sub comercio con las esencias patrias donde se funden lo más auténtico de un jamón y un queso lugareños con una botella de vino con la etiqueta con la foto de Franco o de un torero famoso.
Y en las paredes, de un color indefinido, a los lados de la cafetera y de una colección desalineada de licores, unos azulejos se ocupan de incrementar tu acervo cultural con refranes, sentencias y aforismos de hondo calado popular.
En lugar destacado suele haber un letrero que sentencia: “LO MEJOR DE ESTA CASA SON SUS CLIENTES”.
Concluyendo: Esto mismo que reza el cartel en lugar preeminente pienso yo de este blog.