viernes, 2 de enero de 2009


Los años cincuenta

¿Te duermes, Tete?...Me preguntaba mi padre, sujetándome con un brazo hacia atrás, rodeándome la espalda, apretándome contra él que conducía la bicicleta camino de nuestro piso de la periferia desde la Plaza de Toros de Valencia. Yo, ciertamente adormilado, apoyaba mi cabeza sobre el cuerpo fuerte de mi padre y me sentía arrullado y protegido; las calles vacías y el sonido uniforme y tranquilizador del pedaleo acentuaba la sensación de que en el mundo sólo existíamos mi padre y yo. Regresábamos de nuestra semanal sesión de lo que los carteles anunciaban como “Gran Velada de CATCH” y que en castellano traducían, no sé si correctamente, como: “lucha libre americana”. Eran tiempos de pan y circo, más o menos como ahora, y nuestro circo era la lucha libre, los viernes por la noche, en verano.
Empezaba el espectáculo a las once, casi siempre con retraso; el reloj de la plaza, grande, permitía que pudiéramos seguir la saeta de los minutos con impaciencia. Cuando la demora excedía del cuarto de hora se producía la transmutación: de la expectación se pasaba a la irritación, las voces subiendo de tono hasta alcanzar el griterío escandaloso. Las pocas mujeres asistentes, trataban de reconvenir a sus maridos, deseosos estos de violencia, de agresividad, de golpes, quizás de sangre.
Mi padre y yo nos sentábamos en las gradas de madera del tendido; vendedores con gorra de plato oscura (pipas, cacahuetes, bebidas) o gorro blanco (helados) aprovechaban la espera y la luz de los potentes focos para colocar su mercancía a precios abusivos. Nosotros no nos permitíamos esos lujos, el dinero estaba tasado; incluso para economizar presionábamos en la taquilla para lograr una entrada de “señora” para mí, porque la entrada costaba la mitad. Me daba un poco de apuro cuando pasábamos el control y miraban el papel rosa y después me miraban a mí…pero ese ahorro tenía una compensación: una ración de calamares a la romana y una caña (sólo un sorbo) en el bar “Los Toneles” a la salida. Allí coincidíamos con algunos de los luchadores, recién duchados y sin marcas (o casi ninguna) de lo que un rato antes parecía haber sido una lucha a muerte.
Pero volvamos a la plaza: la salida de la primera pareja de contendientes era recibida con expectación y aplausos (algún pitido, algún abucheo). Los luchadores, con capa y capucha se abrían paso entre los aficionados esquivando las palmadas de los que tenía la suerte (el dinero) de poder ocupar silla con cojín en medio del ruedo, rodeando el ring.
A estas alturas se apagaban las luces a excepción de las que iluminaban el cuadrilátero, que entonces adquiría todo el protagonismo. Los “gladiadores” subían a la plataforma haciendo alarde de agilidad y saludando al público, nunca muy numeroso, todo sea dicho.
El árbitro recitaba, micrófono en mano: “Primer combate de esta velada, (¡biennn!, aullaba el respetable público), a cuatro asaltos de cinco minutos (¡biennn!), con tres descansos de un minuto, (¡biennn!)…a mi derecha Pizarro, 72 kilos (¡biennn!)…a mi izquierda Montoro, 76 kilos (¡biennn!). El árbitro les recordaba las reglas tras reunirlos en el centro del ring, revisaba las manos y las suelas y se retiraba. Sonaba el gong, “segundos fuera”, los segundos eran los cuidadores, entrenadores, aconsejadores y en última instancia los encargados de tirar la toalla cuando pensaban que su pupilo no estaba en condiciones de continuar.
Los primeros combates eran los “bonitos”, los luchadores, generalmente jóvenes atletas lucían sus habilidades y no hacían marrullerías. Esos eran los que luego te encontrabas en el bar, departiendo amigablemente.
Los últimos combates eran los más esperados, en ellos aparecían personajes barrigudos, fondones, con alguna característica especial (desprendían choques eléctricos al contacto o llevaban máscaras amenazantes, o tenían un doble frontal capaz de abrirle la cabeza al contrario, etc.). En estos combates era cuando el gentío disfrutaba porque el ¿deporte? Se convertía en espectáculo teatral, con mucho aspaviento, gesticulaciones de dolor tan insoportable como inexistente. Como además solían ser pesos pesados los aparatosos golpes sobre los tablones que la lona ocultaba, producían un fuerte sonido que recorría el coso.
Los gritos de ¡Tongo,tongo, tongo! Eran frecuentes y las intervenciones del árbitro numerosas, aunque menores de lo que cierta parte del público exigía…Y ahí es donde llegaba mi vergüenza porque mi padre era uno de los pocos que se creía que aquello no era una farsa y exigía del árbitro a grito pelado que separara a los contendientes. Los vecinos de asiento lo observaban con sonrisa socarrona como quien mira a un iluso pueblerino y yo no sabía dónde meterme ni cómo hacer entrar en razón a mi padre, que acababa histérico y afónico a partes iguales.
Pero aquel mal trago se me pasaba y el viernes siguiente, si las condiciones meteorológicas lo permitían, allá acudíamos otra vez en bicicleta, ilusionados, a nuestra cita con la capital, con la plaza sin toros, los tendidos, el albero, el cuadrilátero y unos pobres hombres tan marginales como nosotros ganándose la vida a base de mamporros (fingidos unos, reales otros) para que pudieran/pudiéramos los espectadores descargar toda la bilis negra en una época gris.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

!Muy buena la evocación, Sr. Quercus! Yo viví experiencias casi idénticas. Yo podría suscribir todo lo relatado por Vd. salvo lo de los calamares y lo de la entrada al coso. Todo igual. En aquella España negra todo era así de homogéneo, así de monótono e incluso así de ingenuo. Aquellos luchadores eran tan pobres como la inmensa mayoría de los españoles de entonces. Lo sé porque en alguna ocasión invitamos a uno de ellos a comer en casa. Ibamos mi padre y yo al espectáculo aún a sabiendas de lo del tongo porque ¿adónde se podía ir un fin de semana que te subiera un poco la adrenalina, adormecida por tantas penurias, por tanta tristeza? Aún así, me pregunto si en verdad cualquier tiempo pasado fue mejor. Por lo menos teníamos la juventud y la inocencia. Después, poco a poco, tanto la una como la otra se fueron diluyendo en la nada. Un saludo de éste su fiel seguidor. Apolonius.-

Anónimo dijo...

AÑOS CINCUENTA Y UNOS –pocos- MÁS. O de que no nos pongamos estrechos a estas alturas del ahora por una cuestión de calendario.
COLORES.
(Título y subtítulo no cuentan en la extensión de la entrada).
Mucho blanco y negro.
Y solares desvencijados, casi eriales.
Hablo de la periferia profunda de la ciudad en que vivía/vivo.
Y en televisión.
No recuerdo “la lucha libre americana”. Se la cambio, de buen rollo, por los bocatas de tortilla de patata y pisto mezclado con el frío húmedo, ni el vaho es lo que era, de los sábados por la noche cuando veía perder a mi equipo en sus enfrentamientos con el real Madrid o el Barcelona. Mi ancestro se esforzaba –no le faltaba moral, ni cariño paterno/filial-, para que el tomate frito no se me indigestara antes del minuto diez porque ya perdíamos. El Valencia –mentía por no llorar- podía remontar en la segunda parte. O eso, o el árbitro.
Bien escogidos los argumentos: o la estética o la ética.
Ignoro cómo lo consiguió pero no recuerdo una indigestión infantil de tubérculos y hortalizas. Lo del vaho es otra cosa: que se lo pregunten a mis extirpadas anginas.
Blanco y negro, decía. Y televisión.
Olimpiada de México. 200 metros lisos. Podio.
Blanco: Peter Norman, segundo clasificado, australiano.
Negro (s): Tommie Smith y John Carlos, primer y tercer clasificados, estadounidenses.
John Carlos descubrió que había olvidado sus guantes. Fue Peter Norman quien sugirió que los atletas estadounidenses compartieran los guantes de Tommie Smith. El australiano se unió a la protesta portando la insignia del Proyecto Olímpico por los Derechos Humanos.
Sólo recuerdo la imagen de aquel podio (1). Las crónicas cuentan que estremeció al mundo: los velocistas afroamericanos levantando el puño enguantado e inclinando la cabeza cuando empezaba a sonar el himno de su país.
El COI (Comité Olímpico Internacional) los expulsó por traicionar el espíritu de la Juegos. De regreso a sus respectivos países fueron despreciados y discriminados. Tuvieron problemas para encontrar trabajo y ninguno de los tres pudo volver a competir en una Olimpiada. La mujer de John Carlos se suicidó.
Blanco y negro, decía. Y gris: Gaza, el sonido del silencio de Obama.
Saludos,
Vicent.
(1) Le agradecería al sr. Querqus que analice la posibilidad, si la técnica lo permite, de insertar la imagen de ese podio.

Ángel Fondo dijo...

Lugares conocidos parecen querer abrirse paso de tu memoria a la mía. Sin embargo, no fue la plaza de toros uno de ellos. Mi padre, como lo era en tu caso, también uso de bicicleta y hasta de motocicleta, justo hasta el día en que un accidente le hizo ver los peligros de emplear el propio cuerpo como carrocería; ya nunca permitió ni a mi hermana ni a mí tener artilugio alguno de dos ruedas más allá de un patinete.
A los años en los que tú te deleitabas con la emoción del “catch”, ese simulacro de combate ligeramente hermanado al circo y a esos payasos de resbalón fácil, yo asistía a partidos de futbol en el desaparecido Vallejo, campo proletario donde los hubiera, con el Levante U.D. de protagonista y al lado de mi progenitor, idolatrado por mí. Era en aquel entontes cuando la infancia se construía feliz e idealista, cuando estaba poblada de héroes increíbles, como el capitán trueno o el guerrero del antifaz, y la lectura “enviñetada” del TBO era el mayor de los anhelos para aquel niño imaginativo y algo tímido
Has conseguido, con tu remembranza, que el sabor de aquellos calamares aceitosos de “los toneles” retorne a mi paladar infantil, aún activo debajo del actual …tan exigente e impertinente, a veces.
Un abrazo.

Anónimo dijo...

Me ha gustado mucho el relato, está contado con mucho realismo, hace que te sientas dentro de la historia. Un abrazo