sábado, 17 de enero de 2009


La muerte en directo (1980)

¿Hasta dónde se puede llegar para satisfacer el voyeurismo de las grandes masas? ¿Qué espectáculo hay que ofrecer a las multitudes rugientes y aburridas, qué nueva pornografía?

Esta película de Bertrand Tavernier lo plantea con crudeza: Hay que ofrecer sacrificios cruentos a los nuevos dioses electrodomésticos y sus consumidores. Bastan la colaboración de una cadena televisiva poderosa, asépticamente empresarial, un médico sin escrúpulos, una técnica sofisticada de grabación, y un público deseoso de emociones fuertes.

La víctima propiciatoria: una mujer sana, bella y aún joven, crédula y frustrada en su vida sentimental y profesional a la que se le diagnostica falsamente una enfermedad incurable en una sociedad en la que ya casi nadie muere, si no es de muy viejo o por accidente o guerra, temas ya muy vistos, sin garra.

El objetivo, fácilmente deducible es conseguir una gran audiencia que reporte cuantiosos ingresos. Para ello la degradación física y psíqica de la supuesta enferma debe ser lenta (a mayor número de capítulos, más dinero) y la cámara debe seguir los pasos desde cerca y sin ser advertida. A tal fin se ha implantado un artilugio receptor-transmisor en los ojos de un periodista (él desconoce el engaño, es también un frustrado a la busca de una oportunidad de lucimiento) que seguirá todos los avatares de la protagonista, acercándose a ella y fingiendo amistad, casi protección.

Todo funciona a la perfección al principio: las pastillas que el médico le ha proporcionado para paliar los esperables dolores van enfermándola, destruyendo su inicial fortaleza, relajando sus esfínteres, minando su estructura. Todo va bien, digo, hasta que el periodista/cámara va siendo consciente de su indeseable papel y surgen los sentimientos. Lo que había sido un trabajo puramente profesional, o casi un alarde técnico del que él era protagonista, se convierte en algo insoportable cuando en un televisor de un bar contempla como espectador distanciado la verdadera tragedia que está filmando.

Paradójicamente esa condición fortuita de espectador entre espectadores “conmovidos” pero ajenos, es lo que provoca el verdadero acercamiento a la víctima y su renuncia a seguir con el proceso. Sus ojos-cámara deben estar permanentemente iluminados para funcionar (de día la luz solar, en la oscuridad una fuente artificial), así que en plena noche se deshace de la linterna, se produce la ceguera y por tanto el cese de la transmisión de imágenes.

De una manera, quizás un poco precipitada, ella se da cuenta del engaño y harta ya de sufrimiento, de sí misma y del género humano en general decide suicidarse con las pastillas que le quedan como única manera de adueñarse libremente de su destino, como única forma de “ganar” antes que los cuervos de la televisión la encuentren con el propósito de salvarla en última instancia ante el fracaso inesperado del corte de las emisiones.

El final, un tanto precipitado, forzado incluso, incluye como preámbulo el encuentro de la protagonista con su ex pareja, un hombre culto y refinado cuyo único pecado ha sido ser tan superior como para haber provocado en ella la decisión de abandonarlo para salvaguardar su menguante autoestima. Estas últimas secuencias, este reencuentro entre dos personas que se siguen queriendo, pero cuya convivencia los empobrece a ambos, hubiera dado de sí para toda una película de Bergman. Aquí sin embargo, el conflicto, queda sólo esbozado y metido con calzador.

Subsiste, sin embargo la respuesta a la pregunta del inicio ¿hasta dónde podemos llegar los humanos en la contemplación del dolor, la miseria, la enfermedad, la muerte? En directo puede que haya un límite, pero en imágenes televisadas no lo hay, las exigencias son cada día mayores, nos escandalizamos hipócritamente o al menos tan débilmente que olvidamos casi inmediatamente las tragedias ajenas y ponemos la lupa de aumento sobre las propias.

De no ser así, alguien, muchos, casi todos, estaríamos en estos momentos en plena rebelión con lo que está pasando en tantos y tantos sitios…pero ahora en Gaza.

Dicho esto, y aunque pueda resultar banal volver a la película, no puedo concluir sin destacar la grandiosa actuación de Romy Schneider, Harvey Keitel, Max von Sidow y hasta de Harry Dean Stanton en su papel de putrefacto, tan opuesto al que interpretaba en París, Texas.

3 comentarios:

Gabi dijo...

Cool! I like it I guess.

Anónimo dijo...

Diosito Santo, cuanta estupidez puede tener cabida en la mente humana, cuanto retorcimiento, no he visto el film, tampoco lo deseo, pero ¿pq ese afan de emociones fuertes?, ¿pq la gente se aburre de una vida sencilla?, ¿pq este buscar sin saber qué ni dónde?...la mente en sí misma es inquietud, ser su testigo, desenmascararla, reducirla a su cometido de herramienta práctica, librarse de su esclavitud..

Lakshmi.

Anónimo dijo...

LA MUERTE EN DIRECTO Y EN TIEMPO REAL.*
RAPSODIA “IN BLACK”
Washington. Escalinatas del Capitolio y demás show business.
A veces me aburren los matices. Ésta es una.
Veinticinco mil cuatrocientos dieciséis.
No hace falta calculadora. La mitad de un renglón.
Según ONGs dignas, veinticinco mil niños mueren al día por cuestiones relacionadas con la pobreza o la salud.
Cuatrocientos dieciséis** son los niños palestinos que han sido exterminados por el gobierno israelí en la ofensiva de estos días.
Secuaces contertulios radiofónicos o televisivos ningunean el primer sumando y justifican el segundo.
A veces me aburren los eufemismos. Ésta es una.
Saludos,
Vicent.
*Inserte este arisco comentario en el penúltimo párrafo de su post.
**Según las últimas estadísticas.