No es lo mejor ni lo más representativo de la altura intelectual de Cortázar, pero después de las autofagias (que diría un amigo mío) del post anterior, sirva este desternillante cuentecillo como lenitivo.
Cuando D. Emilio o sus acólitos atacan, D. Julio siempre está "al quite" con su dosis de vitalismo, juego y trasgresión. El yin y el yan de la concepción existencial, los opuestos (o no tanto) que han conformado mi manera de ver, pensar y estar en la vida.
Lucas, sus pudores
En los departamentos de ahora ya se sabe, el invitado va al baño y los otros siguen hablando de Biafra y de Michel Foucault, pero hay algo en el aire como si todo el mundo quisiera olvidarse de que tiene oídos y al mismo tiempo las orejas se orientan hacia el lugar sagrado que naturalmente en nuestra sociedad encogida está apenas a tres metros del lugar donde se desarrollan estas conversaciones de alto nivel, y es seguro que a pesar de los esfuerzos que hará el invitado ausente para no manifestar sus actividades, y los de los contertulios para activar el volumen del diálogo, en algún momento reverberará uno de esos sordos ruidos que oír se dejan en las circunstancias menos indicadas, o en el mejor de los casos el rasguido patético de un papel higiénico de calidad ordinaria cuando se arranca una hoja del rollo rosa o verde.
Si el invitado que va al baño es Lucas, su horror sólo puede compararse a la intensidad del cólico que lo ha obligado a encerrarse en el ominoso reducto. En ese horror no hay neurosis ni complejos, sino la certidumbre de un comportamiento intestinal recurrente, es decir que todo empezará lo mas bien, suave silencioso, pero ya al final, guardando la misma relación de la pólvora con los perdigones en un cartucho de caza, una detonación más bien horrenda hará temblar los cepillos de dientes en sus soportes y agitarse la cortina de plástico de la ducha. Nada puede hacer Lucas para evitarlo; ha probado todos los métodos, tales como inclinarse hasta tocar el suelo con la cabeza, echarse hacia atrás al punto de que los pies rozan la pared de enfrente, ponerse de costado e incluso, recurso supremo, agarrarse las nalgas y separarlas lo más posible para aumentar el diámetro del conducto proceloso. Vana es la multiplicación de silenciadores tales como echarse sobre los muslos todas las toallas al alcance y hasta las salidas de baño de los dueños de casa; prácticamente siempre, al término de lo que hubiera podido ser una agradable transferencia, el pedo final prorrumpe tumultuoso.
Cuando le toca a otro ir al baño, Lucas sufre por él pues está seguro que de un segundo a otro resonará el primer halalí de la ignominia; lo asombra un poco que la gente no parezca preocuparse demasiado por cosas así, aunque es evidente que no están desatentas de lo que ocurre e incluso lo cubren con choques de cucharitas en las tazas y corrimientos de sillones totalmente inmotivados. Cuando no sucede nada, Lucas se siente feliz y pide de inmediato otro coñac, al punto que termina por traicionarse y todo el mundo se da cuenta de que había estado tenso y angustiado mientras la señora de Broggi cumplimentaba sus urgencias.
Cuán distinto, piensa Lucas, de la simplicidad de los niños que se acercan a la mejor reunión y anuncian: Mamá, quiero caca. Qué bienaventurado, piensa a continuación Lucas, el poeta anónimo que compuso aquella cuarteta donde se proclama que no hay placer más exquisito / que cagar bien despacito / ni placer más delicado / que después de haber cagado. Para remontarse a tales alturas ese señor debía estar exento de todo peligro de ventosidad intempestiva o tempestuosa, a menos que el baño de su casa estuviera en el piso de arriba o fuera esa piecita de chapas de zinc separada del rancho por una buena distancia.
Ya instalado en el terreno poético, Lucas se acuerda del verso del Dante en el que los condenados avevan dal cul fatto trombetta, y con esta remisión mental a la más alta cultura se considera un tanto disculpado de meditaciones que poco tienen que ver con lo que está diciendo el doctor Berenstein a propósito de la ley de alquileres.
Si el invitado que va al baño es Lucas, su horror sólo puede compararse a la intensidad del cólico que lo ha obligado a encerrarse en el ominoso reducto. En ese horror no hay neurosis ni complejos, sino la certidumbre de un comportamiento intestinal recurrente, es decir que todo empezará lo mas bien, suave silencioso, pero ya al final, guardando la misma relación de la pólvora con los perdigones en un cartucho de caza, una detonación más bien horrenda hará temblar los cepillos de dientes en sus soportes y agitarse la cortina de plástico de la ducha. Nada puede hacer Lucas para evitarlo; ha probado todos los métodos, tales como inclinarse hasta tocar el suelo con la cabeza, echarse hacia atrás al punto de que los pies rozan la pared de enfrente, ponerse de costado e incluso, recurso supremo, agarrarse las nalgas y separarlas lo más posible para aumentar el diámetro del conducto proceloso. Vana es la multiplicación de silenciadores tales como echarse sobre los muslos todas las toallas al alcance y hasta las salidas de baño de los dueños de casa; prácticamente siempre, al término de lo que hubiera podido ser una agradable transferencia, el pedo final prorrumpe tumultuoso.
Cuando le toca a otro ir al baño, Lucas sufre por él pues está seguro que de un segundo a otro resonará el primer halalí de la ignominia; lo asombra un poco que la gente no parezca preocuparse demasiado por cosas así, aunque es evidente que no están desatentas de lo que ocurre e incluso lo cubren con choques de cucharitas en las tazas y corrimientos de sillones totalmente inmotivados. Cuando no sucede nada, Lucas se siente feliz y pide de inmediato otro coñac, al punto que termina por traicionarse y todo el mundo se da cuenta de que había estado tenso y angustiado mientras la señora de Broggi cumplimentaba sus urgencias.
Cuán distinto, piensa Lucas, de la simplicidad de los niños que se acercan a la mejor reunión y anuncian: Mamá, quiero caca. Qué bienaventurado, piensa a continuación Lucas, el poeta anónimo que compuso aquella cuarteta donde se proclama que no hay placer más exquisito / que cagar bien despacito / ni placer más delicado / que después de haber cagado. Para remontarse a tales alturas ese señor debía estar exento de todo peligro de ventosidad intempestiva o tempestuosa, a menos que el baño de su casa estuviera en el piso de arriba o fuera esa piecita de chapas de zinc separada del rancho por una buena distancia.
Ya instalado en el terreno poético, Lucas se acuerda del verso del Dante en el que los condenados avevan dal cul fatto trombetta, y con esta remisión mental a la más alta cultura se considera un tanto disculpado de meditaciones que poco tienen que ver con lo que está diciendo el doctor Berenstein a propósito de la ley de alquileres.
1 comentario:
LA OSCURIDAD DE ESTE COMENTARIO ES INTENCIONADA: PREFIERO NO LLEGAR A PASARME.
Mi familia y mis amigos, entre los que de entrada están todos ustedes incluidos, conocen mi inclinación por lo irrelevante, “mi fe en las mentiras”*.
Norberto Bobbio decía hace unos años, y cito de memoria, “algunas respuestas no sirven pero las preguntas permanecen”. Aristóteles nos situaba entre las bestias y los dioses. Carl Rogers nos advertía que debemos aceptar en nuestras vidas un cierto nivel de frustración y J.P. Sartre se pasaba el día vomitando, o casi. No sé si me explico.
Decir que me gusta su blog es una perogrullada para quien lo siga de manera habitual. En cualquiera de las modalidades de remitente elegidas, del anonimato rampante hasta la más sucinta tarjeta de presentación en forma de nombre real, son varios los comentarios que he enviado. Algunos, como usted/ustedes han señalado con precisión, “desenfocados”. He tomado nota y a otra cosa.
De algunos de los últimos post he preferido no opinar por los motivos siguientes: por estupor, no por indiferencia, porque no sabía qué decir o porque otros blogueros los habían comentado mejor de lo que yo podía hacerlo. Guardia Civil aparte.
No sé cómo decirlo sin ofender pero debo intentarlo: convivir con D. Emilio es lo que tiene; el nihilismo da bien en literatura y poco más.
Convicción y responsabilidad son dos términos que le dieron mucho juego a Max Weber en el primer tercio del siglo XX. Cien años más tarde no han perdido vigencia, creo.
Espero que D. Julio y los pudores de Lucas no se ofendan por esperar unos días.
Lakshmi, gracias a ti. No soy amable, soy más bien pendenciero, pero procuro que sólo se note con los poderosos**. Preguntar por ti era una obligación, un imperativo. Echaba en falta tus comentarios. Son como un oasis. Forzando mi estatus en este blog quisiera recibirte con un sincero “Welcome Back” (bienvenida de regreso), que es, según explica Ana Bosch, corresponsal de TVE en Washington, en su blog, la fórmula utilizada por los norteamericanos para recibir a sus compatriotas después de una ausencia larga.
Saludos,
Vicent.
*Por desgracia, esta portentosa frase entrecomillada no es mía. La he tomado prestada tal cual del blog “Mira que te lo tengo dicho “de Juan Cruz.
**Gaza, más de mil muertos, muchos de ellos niños. Obama, ¿es éste tu “¡yes, we can!”?
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