martes, 13 de enero de 2009


BENICALAP

No sé por qué eligió mi padre este barrio de Valencia para fijar allí nuestra residencia, por aquel entonces él trabajaba en un pequeño taller de cerrajería en la calle Cuba, lugar bastante lejano, en la otra punta podríamos decir, distancia que el recorría en bicicleta dos o cuatro veces al día, según viniera a comer o no.

Supongo que era el sitio más económico que encontró, o el que le asignaron si realizó una petición al benefactor Estado que andaba entonces preocupado por situar a la creciente emigración interior que se iba produciendo: del pueblo a la ciudad, del campo a la industria. Eran, pues, viviendas del Instituto Nacional de la Vivienda, de esas que exhibían su condición de tales mediante una placa metálica clavada en la fachada cerca de la puerta de entrada (el portal) y en la que sobre el fondo de la bandera de falange resaltaban las letras I.N.V

Nadie se ha molestado en arrancarlas, así que aún se pueden ver esos símbolos del pasado en algunos edificios.
El bloque de pisos (al que nosotros denominábamos finca), tenía forma de rectángulo pero al que le faltaba uno de los lados, una “C” de ángulos rectos… seguro que hay un término para describirlo sin tanto rodeo.
Tres fachadas, en consecuencia, una de las cuales, la más larga era, digámoslo así, la más noble ya que tenía balcones (sin barrotes ni adornos pero balcones) y dos plantas bajas con acceso directo a la calle. Las dos fachadas laterales sólo tenían ventanas y el número de inquilinos era menor: un piso bajo y cuatro alturas con un solo piso por rellano. Total, que en nuestra escalera vivíamos cinco familias. No había bajos comerciales, ni garajes: ambas cosas de dudosa o ninguna utilidad en aquel momento puesto que había tiendas cercanas y aparcar los escasísimos coches del momento no constituía ningún problema.

Lo que sí teníamos era una galería estrecha que daba a un patio grande y comunal con pretensiones de zona ajardinada pero del que sólo recuerdo hierbajos (perdón, “hermosas hierbecillas del Señor” que se distribuían como el mismo Creador les daba a entender). O sea, que lo que podría haber sido un parque apto para los juegos infantiles era un inmenso patio de luces, eco de comunicaciones verbales vecinales (no siempre amistosas) y depositario del riego por goteo procedente de la ropa tendida como un gran arcoíris altamente vistoso, de ahí el bienestar de la flora arvense, es decir, los hierbajos. Dicho sea de paso: la costumbre vertical de caer las gotas desde unos tendederos a otros, desde unas ropas empapadas a otras en estado de casi secas, provocaba animadas reconvenciones a voz en grito que no llegaban a mayores.

La finca estaba pintada de color blanco y los vecinos que había seguido el proceso de construcción hablaban de la mucha arena y el poco cemento empleado en la obra. Alguien había ganado dinero a costa de alguien, un constructor ahorrador y alguien que no inspecciona o hace la vista gorda…lo de siempre, vamos.
Los pisos eran grandes aunque había pequeñas diferencias entre ellos. Es de suponer que para la asignación de uno u otro tamaño influyera el número de miembros de la familia, el nivel de ingresos, las amistades (avales, enchufes), etc.
El nuestro era de los grandes, de los de tres dormitorios, salita, comedor, cocina y aseo (sin bañera, ni bidé, pero con ducha y una ventanita por donde entraba por las mañanas un sol delicioso).
Pagábamos un alquiler mensual y estaba prohibido tener realquilados, pero de hecho los había: familiares más o menos cercanos, o novensanos que no encontraban piso y se instalaban en una habitación, con derecho a cocina.

La fachada principal daba a un solar que conservaba todavía las huellas de los surcos que denotaban su reciente pasado de huerta cultivada. Nuestra fachada constituía el final de la calle Xocainet, nombre casi impronunciable para nosotros que nunca supimos que correspondía a un pico de la sierra Calderona, cercana a Sagunto. Pronunciábamos: “Chocainé” y siempre había que deletrear el dichoso nombrecito a la hora de dar las señas.
Las otras dos “calles” (entrecomillo porque no había aceras, ni farolas ni cera de enfrente…) de la finca: Almiserat y Potries, eran nombres de dos pueblos de la comarca valenciana de La Safor, absolutamente igual de desconocidos para nosotros.
La calle Xocainet era una calle estrecha, sinuosa, que seguía el trazado de la acequia que discurría soterrada justo después (o antes, según el sentido de la marcha) de donde acababa nuestra finca. Ese tramo que discurría al aire libre y que, más allá, en zona no construida, regaba las huertas próximas, era una fuente de olores desagradables, mosquitos, ratas y alguna serpiente de agua. Allí vertían las aguas fecales las casas que con fachada a la carretera de Burjassot (en realidad la calle principal, la de los comercios) nos ofrecían a la vista sus patios traseros, unos tapiados y con vidrios incrustados en el lomo, otros con alambre de espino que servían de soporte a enredaderas.

Aquellas sí que nos parecían casas grandes: sus propietarios eran gente autóctona y algunas de ellas eran mitad vivienda, mitad tienda (carbonería, mercería, ultramarinos). Solían tener una planta baja (oscura, húmeda) y un piso al que podía accederse desde la misma planta baja si era ocupada por los mismos dueños, o de forma independiente, a través de una puerta mucho más pequeña que la principal, desde donde se accedía a través de la llamada “escaleta” (por lo general estrecha y con una acusada pendiente) a la planta superior.
De la estructura de estas casas, (las posteriormente llamadas “casas de pueblo”, tan buscadas por los urbanitas desertores) me ocuparé en otra ocasión, merecen capítulo aparte por lo que tienen de definitorio de un modo de vida de muchos pueblos valencianos, al menos los de las comarcas de L´Horta.

Mi finca, pues, era como México para los Estados Unidos: el patio trasero y pobre. Una pandilla de emigrantes, de diversas procedencias pero con el calificativo común de “castellans”. Daba igual que fueras de Cuenca que de Badajoz, eras “castellano”. Si procedías de zonas valencianas castellanoparlantes, entonces el título que recibías era el de “churro” aunque esa matización no todo el mundo la tenía clara con lo cual te quedabas con el genérico de “Castellà”, que era como forastero pero en despectivo.
Sin embargo los aborígenes no solían emplear su lengua materna, (un valenciano profundamente castellanizado), más allá del ámbito coloquial y adulto: a los hijos procuraban hablarles en la “Lengua del Imperio” por considerarla más fina, más culta y la que les abriría un futuro mejor. Por aquellas prehistorias a nosotros, “els de fora”, nos jodía bastante esa dualidad/contradicción del lenguaje.
Después supe que los valencianos de mi edad y los de generaciones anteriores habían sufrido en sus carnes, en sentido literal, el fruto de aquellas contradicciones. Hablar valenciano en la escuela o incluso en casa había sido motivo de coscorrones, palmetazos y algunas bofetadas. Era un problema arrastrado desde muchos años atrás, una historia de castración cultural, de imposición política de la que nosotros poco o nada sabíamos: lo normal era hablar español, y nuestros nuevos amigos hablaban entre ellos, cuando podían, un chapurreado extraño y malsonante.

La fecha de nuestro desembarco familiar debe de situarse en la primera mitad de los años cincuenta, casi seguro que en 1954, pues en ese año se dio por finalizado el campanario de la parroquia de San Roque y se encendieron las luces de la cruz de hierro y cristal que coronaba la obra y que fue el orgullo del barrio/pueblo. Desde muy lejos se divisaba su resplandor… el faro del catolicismo sacando de las tinieblas a los huertanos. Además aquella iglesia fue la última de estilo “tradicional” que se construyó; después ya vinieron las empotradas en edificios o las de diseño moderno, funcional y mucho más barato.
En la parroquia de San Roque aprendí el catecismo, hice mi primera comunión, confesé todos los pecados inconfesables( ¡ay! el Sexto), oré con devoción o sin ella, me reí cuando no había que reírse, lancé miradas furtivas a las niñas que me gustaban, me arrodillé y me levante cientos de veces...y hasta me casé con mi primera novia.
Benicalap estaba muy bien comunicada con la capital, digo la capital por que aunque era el distrito 15 de Valencia, nadie decía “ir al centro”: se consideraba que el hecho de utilizar “el trenet” o el autobús (eso un poco después, cuando se construyó La Ciudad Fallera) significaba una lejanía que iba más allá del recorrido a pie o en carro.
A la construcción de nuestra finca le siguieron inmediatamente otras, ocupadas igualmente por otros castellanos; en concreto las dos siguientes dieron alojamiento a todo un pueblo de Jaén, El Centenillo, que dieron marcado acento andaluz al barrio y lo poblaron de chiquillería ruidosa y alegre.
Continuará…

3 comentarios:

Anónimo dijo...

!Cuantos agradables recuerdos me trae Benicalap! viví allí un tiempo despreocupado y feliz, todo me gustaba, la casa, el tren, las sesiones de cine y un chico que vivia enfrente y al que deslumbrabamos con un espejo mientras estudiaba...gracias a todos los que hicieron felices aquellos dias. Lakshmi.

Ángel Fondo dijo...

La mayor parte de la infancia, la adolescencia y mis primeros años de mayoría penal los viví en el centro de esa Benicalap; esta narración tuya, que ahora sí parece hace honor al título del blog, me toca bien de cerca y como puedes suponer, la tentación de empezar a transcribir ese continuará desde ese lado es relativamente grande pero, ya me conoces, no está en mi intención irrumpir demasiado en memorias ajenas, menos aún siendo las tuyas, amigo mío. Aunque hay tantos recuerdos, de esos que a poco que uno se ponga revienen sazonando estas tardes ya algo deslustradas de emociones nuevas, hay tantas añoranzas vagando por alguna insondable cavidad cerebral, tantos aromas olvidados pero fácilmente reconocibles cuando asoman de nuevo…Es muy placentero este regreso a mi finca del arzobispado, a la huerta, a la iglesia de San Roque (en la que viví experiencias calcadas a las tuyas), al instituto, a la escuela de las monjas (así la llamábamos, ¿recuerdas?) y tantos otros lugares fáciles de recuperar con un pequeño golpe de memoria. Leerte ha sido un soplo fresco procedente de unos años plenos de momentos felices.
Vicent, los calamares serán calientes y la cerveza helada, no tengo duda, que con nuestra edad si algo hemos aprendido es cómo ha de tomarse ese dúo.

Un abrazo.

Anónimo dijo...

MAYÚSCULA Y MINÚSCULA
Tierra de nadie: entre Benicalap y los terrenos donde se construiría con el paso del tiempo el hospital “La Fe”. Recuerdo los solares, el viento de poniente y a un tipo que mercadeaba con fotos pornográficas.
Unos años antes de la época que usted recrea, Mae West había pronunciado su conocido epigrama: “cuando soy buena, soy buena; cuando soy mala, soy mucho mejor”.
Sus post sobre las grandes manifestaciones de la “Cultura” son buenos. Sus post sobre las grandes manifestaciones de la “cultura” son mejor.
Saludos,
Vicent.
PD.
ACLARACIÓN: el viernes 16 envié un comentario a este post. Tras su publicación, comprobé que necesitaba algunas revisiones, motivo por el cual urgí al sr. Quercus para que lo hiciera desaparecer. Con la amabilidad que le caracteriza cumplió, aunque de mala gana, con mi solicitud. En el ínterin, el sr. Robin respondió al guiño cómplice* que en dicho comentario le planteaba. Para evitar confusiones, no se me ocurre otra cosa que dejar constancia de ello.

*Literalidad del guiño: “Robin, ¿le gustan los calamares fríos y la cerveza caliente?