Marguerite Duras
En algún día de marzo de 1996, seguramente tras ver un documental de homenaje a la escritora recién fallecida, escribí estas impresiones sobre esta mujer valiente, libre, existencialista, comunista desencantada, fumadora, alcohólica e inmensamente humana.
Desde la atalaya inversa de la vejez nos hablaba anoche Marguerite Duras. Sus ojos y sus gestos decían más que las palabras que con gran esfuerzo pronunciaba. Un mundo de arrugas faciales, una garganta rota y unos ojos sabios y sin futuro.
Tuve la impresión de que toda su persona estaba en sus novelas y que éstas, las novelas, no le pertenecían: eran algo ajeno a ella, intuiciones, bosquejos, nebulosos retratos de la personalidad a la que no podía acceder fuera del acto mismo de la escritura.
Asistía Marguerite a la proyección de antiguas entrevistas con el interés y la emoción de quien escucha a alguien admirado pero casi desconocido u olvidado. Creo que en su interior deploraría la estulticia de aquellos entrevistadores que una y mil veces trataban de anecdotizar lo insondable.
Ella, mientras, trataba de averiguar si en aquellas ocasiones dijo algo que le pudiera dar la clave de lo que aún seguía sin entender. En el fondo, late la locura, la esquizofrenia del escritor verdadero.
Recuerdo alguna frase que me impactó: “Cuando se escribe algo que en su momento fue traumático deja de serlo, se olvida o se metaboliza”. Interpreté que las cosas que te suceden cuando las transformas en literatura dejan de pertenecerte, ya no te han sucedido a ti, hay un proceso de transferencia liberador hacia el personaje de la novela que eres tú sin serlo.
Y hay otra cosa que me llamó la atención porque seguramente está en la base de mi misoginia soterrada. Me atrajo y me tranquilizó al mismo tiempo. Estoy tratando de decir que “en la mujer” hay siempre “otra mujer” que se me escapa, que no llego a entender y que me asusta. Supongo que nos debe pasar a casi todos los hombres y de ahí, de la debilidad no asumida nace la represión y el salvajismo hacia las mujeres. No se trata de un reconocimiento a la superioridad femenina: hablo de miedo, de oscuridad, de resortes ocultos, de lazos con el otro lado del espejo, de la cara oculta de la Luna.
Me pareció pues, que Marguerite Duras, desde sus años o desde su lucidez senil, compartía ese pánico: la intuición terrible de su otro yo que le ha empujado a escribir situaciones que dice haber vivido pero que le siguen resultando ajenas, extrañas y que, necesariamente, ha de encarnar en actores literarios para liberarse de su maleficio.
Sentí vergüenza conmiserativa hacia los dos hombres que aparecían junto a ella en la pantalla y que no rozaban siquiera la personalidad de la escritora.
Tangentes estúpidas sobre un círculo negro con una mancha amarilla en el centro: el origen del caos.