Ayer lloraba la muerte de Javier Ortiz, hoy al visitar su blog me encuentro con la iniciativa de sus amigos que bajo la pregunta “¿seguimos”? nos animan a que no se pierdan sus artículos y comentarios, en forma de libro o como sea. Así pues, siguiendo la sugerencia, recojo dos aportaciones suyas que incitan a seguir luchando por un mundo mejor desde la perspectiva de una derrota no sumisa.
No concibo rebelión más bella: enfrentarse a alguien que, siendo la perfección absoluta -que San Anselmo me asista-, jamás habría podido salir derrotado, y menos todavía perecer.
No hay rebelión más noble que la que nada espera del combate. El Diablo fue el legítimo predecesor de Prometeo, de Espartaco, de los Federados de la Comuna de París, de los amotinados del Potemkin, de todos cuantos en esta vida -o en el más allá, tanto hace al caso- no se han lanzado a la liza por la ambición de lo conseguible, sino por el radical rechazo, por la repugnancia hacia lo existente. En aquella desigual pelea, Dios jugó con ventaja. Nunca me han gustado los ventajistas.
Afirma el papa Karol Wojtyla que el Diablo ha sido derrotado definitivamente. Me parece que se basa en datos contingentes: Rusia se ha convertido, es verdad -aunque lo cierto es que nunca fue realmente atea-, y el comunismo ha fenecido en medio de espasmos agónicos que vienen a confirmar que en efecto era «intrínsecamente perverso», como decía mi libro de Religión.
Pero la Historia da muchas vueltas. Lentas, si se miran con la lupa del propio presente, pero enormes, si se observan con el catalejo de los siglos.
La observación de los constantes meandros de la Humanidad me hace sospechar -entre otras cosas, porque me gusta sospecharlo- que el espíritu del Diablo, el Maligno, Satán, Luzbel o como quiera llamársele, y el de Prometeo, y el de Espartaco, y el de los Federados de la Comuna, y el de los amotinados del Potemkin, y el de todos cuantos en un momento u otro se han rebelado contra el Poder sin la menor esperanza, pero con toda la rabia, en esta vida o en el más allá -que tanto me da, a estos efectos-, no muere ni puede morir jamás, porque ese espíritu de rebeldía está anclado en lo más recóndito del alma humana. Quizá no en el de todas las almas, si almas hay, pero sí en el de algunas, que seguro que las hay.
Se equivoca Juan Pablo II: Satán no ha muerto. Sólo duerme, como Ulises, el de Itaca, fascinado por el canto de algunas sirenas.
Despertará.
(5 de septiembre de 1999)
Satán, príncipe de los demonios, se alzó en armas contra Dios pese a saber que su guerra era imposible. Dios, infinitamente perfecto, no podía fallar en la batalla. Ni siquiera podía verse afectado por arma alguna.
¿Por qué, sabiéndolo, se rebeló Lucifer contra Él, de todos modos?
Por razones de principio, sin duda.
Siguió el ejemplo de la primavera, que vuelve cada año a la carga, por bien que sepa que tras ella llegará el verano, y luego el otoño, y al final otro nuevo invierno.
Satán nos dio el ejemplo: la cuestión no es vencer –objetivo imposible–, sino no darse por vencido.
La valiente acción de Satán privó a Dios del gozo absoluto de la absoluta sumisión ajena.
(6 de febrero de 2004)